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domingo, 23 de junio de 2019

HARTPIC, EL SEMBRADOR DE FLORES


«La gente que vive al nivel del suelo nunca se sienta. 
Ha dejado de preocuparse por si envejecen unos cuantos segundos 
más rápido que sus vecinos. Esas almas aventureras descienden 
a veces hasta el mundo más profundo, bajo los árboles que 
crecen en los valles, nadan 
con calma en los lagos de las cotas más cálidas, 
se desplazan sobre el suelo. Apenas miran los relojes y 
no sabrían decir si es lunes o jueves. 
Cuando los otros pasan burlándose 
a su lado, se limitan a sonreír.» 
—Alan Lightman—



Las palabras regresan con el solsticio de verano. Las historias, también. Huérfana me encuentro cuando cada primavera me abandonan para irse a descubrir nuevos mundos, territorios lejanos. Su huida de mí, esa lejanía que siento cada día que pasa como si tuviese piedras en los zapatos y plomo en la sangre se borra de un plumazo cuando regresan de nuevo, siempre, inesperadamente, que es como ocurre todo lo bueno de la vida. Entonces se dibuja una sonrisa enorme en mi rostro, difícil de borrar e imposible de esconder. Supongo que cuando se alejan de mí, muy a mí pesar, lo hacen para con el regreso y el reencuentro conmigo, entre ellas y yo, tener entre todas ganas de contar. Renovar las ganas como quien renueva los votos. Puesto que si las palabras sólo sirven para contar; más o menos, una contadora de historias, también. Así que heme aquí feliz frente a la página en blanco: contando, narrando, creando, construyendo con palabras textos, narraciones, historias para ser leídas y que al serlo provoquen en el lector la comunión con ellas ya sea porque han hecho aflorar en él preguntas o reflexiones iluminando sus propios pequeños mundos, o porque sencillamente le han proporcionado bienestar. En estas semanas de asueto forzado, —llamémoslo asueto forzado a no poder escribir—, con la serenidad que da el vivir con los cinco sentidos y al completo las emociones, supe que se había producido el punto de inflexión y que las palabras y las historias volverían a mí, la mañana en que de manera también inesperada un águila me sobrevoló. Jamás había tenido un águila a ese alcance. Fue un instante maravilloso y descomunal. Cuando retiré la vista del cielo casi que sin dar crédito a lo que había visto, entendí que no es lo mismo estar vivo que vivir, como tampoco es lo mismo preferir admirarse la punta de los pies a contemplar los cielos. Esa mañana cuando el águila me hizo el honor de mostrárseme me dirigía al mercado a comprar fruta y verdura de temporada. Era viernes, lo recuerdo bien, y tenía en mente además de acercarme a los puestos, el visitar a Hartpic, el sembrador de flores, que había conocido a finales de abril cuando andaba buscando unas semillas de una flor que crecía en Caótica y que pensé me gustaría plantar en estos pagos. Cuando conocí a Hartpic conectamos. La mañana en que lo conocí resultó ser una mañana muy instructiva. El oficio de contador de historias se muestra tremendamente enriquecedor cuando puedes pegar la hebra con personas que tienen mucho por contar y muchas ganas. Cuando ves en ellas sin imponerse la pasión por trasmitir su día a día, sus andanzas. Hartpic es un tipo sencillo, poseedor de esa mirada limpia, generosa y pragmática que poseen como un tesoro muy poco valorado las personas que se han pasado toda su vida a pie de tajo o de arado. Hartpic siembra y cultiva flores y plantas a mansalva, lo ha hecho desde siempre, minuciosamente y en silencio. Trabajar con las manos da la sabiduría de lo correcto. Las cosas salen bien o mal, según tu precisión y labor. Me gusta la gente así, gente que posee la sabiduría en las manos. Compartí inmediatamente con él el hecho de que a mí la naturaleza me entrega, me ofrece, me da, me hace sentir algo que ningún ser humano, ni ninguna actividad, ni situación es capaz de darme. Él también lo cree. Nos dimos cuenta que coincidíamos en eso y en otras muchas cosas y los treinta años que nos separan no nos hacen entender el mundo de distinta manera. En él he hallado un buen amigo con el que conversar de todo y de nada. Aquella mañana me mostró el trabajo en el que estaba totalmente inmerso, y me lo mostró, con la alegría del niño que recibe a los primeros invitados en la fiesta de su cumpleaños. Me lo mostró desde la bondad y el respeto. De hecho, él se dirige siempre a mí desde la bondad y el respeto y eso me gusta. En un extremo de su tierra de cultivo, de su jardín de flores, tiene ubicado un pequeño habitáculo de madera que es donde despachaba las semillas, las plantas, las flores; y, en el otro extremo alejado de la vista, a la sombra de unos inmensos árboles, tiene su taller y fábrica de inventos, me lo mostró también en aquella mañana, y es hacia allí donde me encamino cuando quiero visitarlo. El lugar es un viejo establo sin caballos aseado y encalado de blanco que en primavera y verano permanece abierto para que los pájaros entren libremente y puedan realizar sus nidos, mientras él trabaja en su banco de madera, creando variedades nuevas de flores, inventándoselas, o reparándoles el cuerpo y el alma a otras, bajo la atenta mirada de su abuela que en una fotografía en blanco y negro enmarcada en madera cuelga a casi dos metros del suelo. Me sorprendió encontrarme junto a la jamba de la puerta retratada a una señora con el atuendo de principios del siglo XIX sentada divertida. Pensé al verla que ella fue una de las primeras pioneras. De modo que la mañana del viernes en que vi el águila entré en el viejo establo diciéndole: «Hartpic acaba de sobrevolarme un águila». «Muy bien, María, sólo se muestra a los inteligentes, protegerá tu inteligencia, la elevara, la ennoblecerá.» Ello me hizo inmensamente feliz porque concordaba con la sensación que había tenido de que las palabras y las historias regresarían a mí más pronto que tarde. Le respondí: «Hartpic no imaginas cuánto me alegra cada día haberte conocido, ¿en qué estás trabajando?» «Es secreto, María, es secreto. No olvides nunca que todo lo que contiene magia antes de ser mostrada ha sido secreto. Y sin magia a esto de vivir le falta su aquel», me contestó. «Como con la risa, ¿a qué sí, Hartpic? Como con la risa, pues un día sin reír es siempre un día perdido. ¿No lo crees, así?», le dije. «Totalmente, María. Totalmente», me respondió, y sacó un par de cervezas del refrigerador y nos las bebimos contemplando como el aire de finales de primavera bailaba su danza con las miles de mariposas que inundan su cultivo; y, sí, ambos pensamos lo mismo, valga la redundancia, pensamos que no es lo mismo, nunca será lo mismo vivir y que estar vivo. 


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

miércoles, 3 de abril de 2019

LAS MUDAS



«Porque la naturaleza será mi anclaje. 
Y nadie me hará daño.» 
—Robert W. Service—



Con tres días seguidos alojados en el Bombay Peggy’s advertimos como nuestras existencia necesitaba ya de la calma de un lugar sosegado a poder ser con cortinas opacas en las ventanas y sin ajetreo cuando anochece sin anochecer y la noche cae sin caer. Pensamos que la mejor opción era la pensión que acababan de abrir nuestros amigos Ben y Susan situada en la confluencia del río Yukon y Klondike y que resultaba ser un lugar formidable para tal fin. Alquilamos una de las habitaciones de su Bed and Breakfast, porque era lo idóneo para nosotros y también lo correcto, justo y respetuoso hacia ellos. Ben y Susan, nuestros amigos queridos de Yukon, estaban de estreno después de tres años de obras. Acababan de inaugurar un Bed and Breakfast en Dawson City después de haber reformado una vieja casa en la que como en todos los edificios del lugar el permafrost había causado estragos en la construcción. De modo que desde hacía unas semanas su domicilio familiar era también una pequeña pensión de tres dormitorios con una salita de estar en cada uno en la que servían los desayunos. En esa primavera, Ben y Susan, habían mudado dejando atrás una clase de vida por otra, convirtiéndose en hospederos, en la misma época en que los osos polares mudan su pelaje, reemplazando su abrigo blanco de invierno por el abrigo negro de verano mientras se dirigen desde el Ártico a las Montañas Rocosas de Canadá para pasar el verano en sus valles. Alberto y yo nos preguntamos: ¿si es inevitable la muda en cada uno de nosotros? ¿Si mudar es lo mejor que nos puede pasar? ¿Si todos en mayor o menor medida dejamos atrás algo cada vez que llega a nuestra vida una primavera? ¿Y si acaso hay algo sí somos capaces de identificarlo, ponerle nombre y nombrarlo en voz alta? ¿O si por el contrario, aunque llegue la primavera, no hay nada en nuestra existencia de lo que nos sea menester desprendernos para llegar al verano? Intentamos responder a esas cuestiones que habían surgido al cruzar la puerta de la nueva pensión y también hablamos, obviamente, de la muda de nuestros anfitriones, mientras nos instalábamos en la habitación Azafrán, la única para dos personas. Una estancia de tan bonita, sorprendente e inesperada por esos pagos. Era evidente que Ben y Susan habían hecho un enorme trabajo y también un gran esfuerzo en la reconversión del lugar. Recordamos cómo era el lugar antes de pasar ellos por allí y no podíamos no pensar que Ben y Susan a nuestros ojos tenían las hechuras de los héroes de la frontera. De hecho, eran héroes de la frontera. Habían dejado una vida moderna y convencional en Vancouver y se habían convertido de la noche a la mañana en unos aventureros, emulando consciente o inconscientemente a los antiguos pioneros. No les había llevado hasta Dawson City la fiebre del oro pero sí muy probablemente su fervor por Robert W. Service, el poeta, como quizás a nosotros nos había llevado hasta allí la naturaleza en su estado más libre y salvaje. Tras habernos instalado y frente a unas tazas de café tostado en el propio Yukon y unos panecillos de agujero de bala recién hechos, en la cocina del Bed and Breakfast, Ben y Susan dejaron de ser hospederos para ser simplemente Ben y Susan. Nuestros amigos. Los antiguos Ben y Susan. Nos reconfortó comprobar cómo sin esforzarse mucho podían volver a ser los mismos durante al menos una hora y alejar de su presente los quebraderos de cabeza propios de tener que sacar a flote, sí o sí, un negocio. Aun así observamos cómo se les tensaba el rostro cuando a sus oídos les llegaban los pasos de los otros huéspedes. Un huésped satisfecho es siempre dos huéspedes futuros. Creo que para ellos el único comentario relevante de la jornada o tal vez de todos los meses que habían quedado atrás fue el que hizo Alberto cuando les dijo abarcando con su mano toda la estancia y por ende toda la casa: «Esta es una de esas maravillas por las que vivir vale la pena. Buen trabajo». Al oír la opinión de mi marido, respiraron aliviados, fortalecidos, se miraron a los ojos y sonrieron, y no sonrieron ni de compromiso ni falsamente, lo hicieron de corazón. El trabajo había sido duro y más teniendo en cuenta que la obra la habían acometido ellos mismos, a mano, un día tras otro. Todo el proyecto resultaba brutal y en los ojos del otro era donde encontraban siempre el asidero y la paz. La opinión de Alberto, su parecer tenía el valor para Ben y Susan de la honestidad. Esa es la garantía de tratar y vivir con él.  Brindamos con un licor que Ben sacó de uno de los armarios, del que nos confesó que más valía no saber de qué estaba hecho. Brindamos por todo lo vivido, tanto lo bueno como lo malo, por las mudas y por lo que llega a nuestra vida gracias a ellas. Después nos dispusimos a preparar una barbacoa al estilo de Yukon, al estilo de los héroes de la frontera, para celebrar la amistad, el amor, la vida. Y, volvimos a brindar, por aquella tierra, por la vida libre y en plena naturaleza. «¡Para hacer de mi cuerpo un templo puro. En donde habito sereno. Para cuidar de las cosas que deben soportar lo sencillo, dulce y limpio. Para expulsar la envidia y el odio y la rabia. Para respirar sin alarma. Porque la naturaleza será mi anclaje. Y nadie me hará daño!», clamó a la noche sin luna, al sol de la noche, Susan.



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

sábado, 30 de marzo de 2019

GENTE QUE AMA LAS HISTORIAS



«Lo que amamos hacer, lo hacemos bien. 
Saber no lo es todo, es sólo la mitad. 
Amar es la otra mitad.» 
—John Burroughs—



Le dije al oído: «Vamos a recoger la luna que está a punto de amanecer». Se lo dije quedamente, para que no despertase con brusquedad. Lo besé. Los besos son siempre reparadores. Me inventé una luna para él, la colgué del cielo para que iluminase un amanecer ficticio en aquella cama situada en un lugar donde en esos meses los días son de veinticuatro horas de luz y no existe la noche como tal. Estábamos hospedados en la curiosa posada Bombay Peggy’s de diez habitaciones, otrora burdel propiedad de Margaret Vera Dorval, donde en 1934 los veteranos podían beber un whisky tranquilamente y las chicas alquilar una habitación. El día anterior habíamos viajado durante muchos kilómetros, Alberto conducía y cuando nos detuvimos estaba francamente agotado. Yukon es infinito e infinitas son sus largas y solitarias carreteras por las que podrías estar conduciendo durante días sin cruzarte con nadie. Nos descuidamos admirando el paisaje y habitando el silencio, olvidamos parar, hacer un alto; y, no tuvimos más remedio que seguir hasta nuestro destino sin un estación intermedia. Yukon es uno de esos lugares que te cambian la percepción de la vida y que sabes que vas a echar de menos cuando ya no estés. Uno de esos lugares que crean del mismo modo adicción como añoranza, al menos en nosotros dos. Regresábamos de nuevo a Dawson City, como quien regresa a un sueño largamente acariciado y a cada kilómetro nos encontrábamos más lejos de Canadá y más cerca de Alaska. No íbamos en busca de Sam McGee, pero casi. Pero sabíamos que no tardaríamos en oír su historia, a través del poema de Robert William Service sin tener que estar en su cabaña, muy probablemente lo oiríamos alrededor de una hoguera, en una de las fantásticas barbacoas que son costumbre en estas tierras: «Hay cosas extrañas hechas en el sol de medianoche / por los hombres que claman oro.  / Los senderos del Ártico tienen sus cuentos secretos / que harían que tu sangre se enfríe. / Las luces del norte ha visto cosas raras, / pero lo más extraño que alguna vez vieron / fue esa noche en la orilla del lago Lebarge. / Yo cremé a Sam McGee…» Alberto me besó y sonrío al despertar y en mí se hizo la vida. No había ni rastro de cansancio en él. «¡Oh! Sólo Dios sabe cuánto amo a este hombre. Cuán profundamente le amo», pensé. Nos levantamos. Teníamos muchas tareas por hacer y mucho amigos a los que visitar por sorpresa. Nadie sabía que estábamos allí en la habitación verde del Bombay Peggy’s en Dawson City. Además, dato importante: nos acaban de colgar en el pomo de la puerta de la habitación una bolsita con cruasanes recién hechos cortesía de la posada, como lo es el brownie y la copa de jerez por la noche en el salón. Y, si bien, ambos sabíamos que habíamos ido hasta Dawson City para sobrevolar la cordillera de Tombstone, también sabíamos que era la excusa perfecta para darnos el capricho de por unos días sentirnos unos pobladores más del lejano Oeste. Llamé a mi amiga Priscila, y al hacerlo, sabía que automáticamente la voz como una onda llegaría a unos cuantos amigos y que por la noche nos encontraríamos en el bar del Downtown Hotel delante del cóctel Sourtoe cantando aquello de: «Bébelo rápido, bébelo lentamente, los labios tienen que tocar el dedo del pie». Lo que no sabíamos, lo que desconocíamos e ignorábamos en aquella hora, era que el compañero de Priscila, Bill Lecavalier, nos invitaría a buscar pepitas de oro en el Bonanza Creek y lo más extravagante, sea por lo que fuere, llamémoslo suerte de primerizos, las encontraríamos. Eso sí, después de bastantes horas. En Bonanza Creek conocimos al viejo Malowe, un buscador de oro destentado y con la mirada más brillante y limpia que he visto jamás, que todavía buscaba a su edad el oro que en sus años vigorosos dejó en el arroyo. Con él nos echamos unas risas de buena gana. Riendo como estábamos contemplé a Alberto, le miré detenidamente y pensé: «Ahora mismo es el hombre más feliz de la Tierra». Como notando amorosamente mis ojos sobre él, se giró y me miró como sólo él me mira en todo el planeta. «El amor real ilumina el rostro de la misma manera en que se les iluminaba a los buscadores de oro al encontrar sus pepitas», pensé. El amor real no es sólo amar a un hombre o a una mujer es también amar cómo hace las cosas y qué actitud tiene en la vida. Yo amo la pasión con la que Alberto absorbe la vida y amo cómo se comporta. Malowe que nos estaba mirando fijamente nos indicó que le siguiésemos hasta un viejo chamizo en el que guardaba sus bártulos. Allí sacó una fotografía del bolsillo interior de un gastado impermeable y nos la mostró. Era una fotografía del mismo lugar, bastantes décadas antes, con una muchacha jovencísima de rostro estoico mirando a la cámara. «Mi amor. Mi vida», nos dijo y no le hizo añadir nada más. Lorena Malowe murió. No de escorbuto como se moría en plena fiebre del oro. Pero murió. La vida de buscador de oro era todo, menos idílica, y se cobraba su precio. Pero tanto Lorena Malowe como muchos otros amaban lo que hacían. Nunca se trató sólo de codicia. Aquella era una forma de vida, una pasión. Alberto le estrechó el hombro con su mano, en ese lenguaje de gestos que poseen los hombres salvajes y honestos. Yo que les observaba en silencio, les miré desde la perspectiva de una mujer del siglo XXI y no puede no apreciar el valor y la belleza que poseen esa clase de hombres. El aplomo y  la integridad que irradian como consecuencia de hacer las cosas bien y amar aquello que hacen cada día de su vida, aunque nadie les mire. Detrás de mí alguien silbó y un perro pasó corriendo a mi lado. Quien fuese que había silbado, le llamó: «Puck, Puck». Unas horas después regresamos al Bombay Peggy’s. Dawson City es comparable a nada. Lo sabíamos. Éramos felices porque en ese lugar tan apartado de todo, en que sus gentes son entrañables, respetuosas y tremendamente hospitalarias y acogedoras, cada uno de sus habitantes tiene una historia por contar, y te la cuenta, y nosotros dos amamos las historias.



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz




miércoles, 27 de marzo de 2019

EL MARIDO DE HOPE



«Se necesitan dos años para aprender a hablar 
y sesenta para aprender a callar.»
 —Ernest Hemingway—



«Tenía tanta ponzoña en el corazón que acabó formándosele una costra. Despertó en mí la piedad. Un ser malvado como aquel, qué ni latir su corazón sentía, no era probablemente digno de ningún otro sentimiento pero sí de piedad, de compasión. Sólo existe sobre la faz de la Tierra algo peor que la tristeza y es ser mala persona, tener el corazón seco envuelto en una costra», dejé anoche de trascribir el cuaderno de Hope en ese punto. Eran las cinco de la madrugada, había terminado mi jornada, me di una ducha y me metí en la cama, instalándome en el hueco del cuerpo de Alberto, en su abrazo, como siempre desde que nos conocemos. Amo encanecer, engordar y hacerme vieja a la par que él y junto a él. Hay algo muy noble en perpetuarnos de ese modo. Hay algo muy valioso en el amor que envejece no por desgaste sino como consecuencia de las décadas y logra mantenerse a base de respeto, lealtad y generosidad como algo escrito en el Universo. Como algo que debe ser así, sin preguntas ni cuestiones, puesto que a los corazones que componen ese baile de dos, nada distinto a ellos les sirve, ni les basta, ni lo necesitan tanto como para soltar amarras. Antes de cerrar los ojos y dormirme le dije: «Debe ser muy triste ser mala persona», me lo ha recordado esta mañana al despertar a las ocho y treinta y seis de la mañana, casi que cuatro horas después de haberme dormido. No recordaba haberle dicho nada sobre el texto en el que estoy trabajando, sólo recordaba su abrazo acogedor y masculino. Alberto es mi hogar, mi norte y también mi memoria. La literatura y él siempre están a mi lado mientras lo demás va y viene. Me sé afortunada. He besado sus labios madrugadores. Yo, insomne en la noche, cada madrugada duermo tres o cuatro horas y después las ganas de vivir invaden mi ser de nuevo, así es desde niña. Me reconozco en el dormir galopante e inquieto, deseoso del día, anhelante. Ansío que el día llegue cuanto antes. Le otorgo valor a mi afán como si mi empeño pudiese avanzar las manecillas del reloj, la salida del sol. Y cuando amanece, en mí, habita la felicidad. Y una vez de pie: a vivir. Y vivir es acompañar en Canadá a mi marido en su labor de fotógrafo naturalista, y de ahí, de todo lo que vivo en su compañía en mitad de la naturaleza, de la gente y lugares que conocemos, de las experiencias que estos atesoran y comparten con nosotros, y de nuestras nuevas experiencias y de los recuerdos que fabricamos: escribo. Y con cada hora que pasamos de este modo las ganas de más, crecen. Amamos esta clase de vida. Amamos lo que nos regala y con lo que nos sorprende. Buen ejemplo es la historia que os voy a contar, lectores míos, seguidamente: A principios de año conocimos la existencia de Hope y de su cuaderno, en realidad, la conocimos mediante su marido. Su marido guio a Alberto hasta la localización del escondrijo de unos zorros árticos. Él, Kilian Cadougan, tiene una cabaña cerca, donde talla a mano utensilios de madera para la cocina, también talla figuras decorativas, pero nos indicó que los utensilios tienen mejor salida. Convivimos con él tres días y en el trascurso de esos tres días me habló de su esposa, al reparar yo, en la existencia de un cuaderno de unos tres centímetros de grosor con las cubiertas de piel ajada colocado sobre el alfeizar de la ventana, debajo de una figurilla de una joven mujer tejiendo una manta. Kilian Cadougan al saber a qué me dedicaba me lo tendió y me dijo: «Quisiera que se conservase de alguna manera. No sé si tiene algún valor pero para mí sí lo tiene. Para, Hope, lo tenía. Si pudieras hacer algo con él y que dejase de ser sólo polvo y recuerdo en este alfeizar sería para mí como hacerle justicia de un modo muy íntimo a Hope. Si lo lees lo comprenderás. Creo, sinceramente» Entonces no sabía lo que me estaba entregando más allá del alma de Hope, ahora sé que me entregó su infancia y su dolor, también la expiación de una culpa que nunca fue de ella, como nunca lo es de los niños de los que se abusa. Hope plasmó la aberración. Ahora el material que voy transcribiendo adoptara forma libro. Y el libro será de nuevo medio y altavoz, soporte y luz. La edición ya tiene su lugar en Manitoba, en Winnipeg, que tanto bueno está haciendo por los derechos humanos. Respiro con profundidad cada vez que estoy sentada frente al original, cada vez que mi vista recorre la letra inclinada y precisa de la mujer que no quería errar al narrar y decepcionar a la niña, me estremezco con el rastro de dolor de Hope, con su búsqueda de lo intangible entre las tinieblas. A Kilian Cadougan le satisfizo que el testimonio Hope no se quedase entre las cuatro paredes de su cabaña. Cuando hace tres semanas fui a visitarle y le comuniqué la fecha exacta de la publicación, dos lágrimas redondas y robustas se deslizaron por sus viejas mejillas. Rodaron liberadas. Luego se encendió un cigarro. Un puro habano que tenía guardado, reservado, seguramente para una ocasión especial. Pensé que la publicación también era su forma de vengarse. Pensé que se fumaba un puro en el nombre de Hope y en el suyo propio. Unos minutos después apoyó el cigarro en un cenicero y se restregó las mejillas con sus manos curtidas, secándoselas, se levantó y se aproximó a la estantería donde almacena los utensilios que va fabricando. Revolvió en ella y tomó una enorme bandeja redonda tallada a mano de unos cincuenta centímetros de diámetro, me la entregó. «Gracias infinitas», me dijo, y me estrechó la mano como se la estrechaban los hombres de antes tras cerrar un negocio, un trato. Me llevé la bandeja como si llevase conmigo el testigo de la carrera de relevos. Nadie nunca ha de permitir que la inmundicia caiga en el olvido. Nadie.



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

jueves, 14 de marzo de 2019

UNA DE FERIAS




«Si tu vida arde bien, la poesía sólo es la ceniza.»
—Leonard Cohen—


No es solo la experiencia y los años los que redondean nuestra figura, los que se asientan en nuestro cuerpo transformándolo. También son los olores que al igual que el estómago son los únicos capaces de trasladarnos con una velocidad vertiginosa a instantes dispares. Con ellos viajamos a través de nuestra vida, como rayos, a lo largo y ancho de nuestra existencia, y con ellos, al rememorar todo lo que hemos sido, comprendemos que lo verdaderamente importante es quiénes somos y cómo se sienten el resto de seres del planeta cuando interactúan con nosotros, concretamente, cómo les hacemos sentir; nunca lo realmente importante es lo contrario. Acertada está y sabia es mi amiga Fern que no necesita ver su rostro y su cuerpo reflejado en ningún espejo de manera que las paredes de su casa están desprovistas de estos, así como las superficies. No importa si en otra hora fue guapísima o de belleza perturbadora o, tal vez, fea como un susto. Eso no importa. Lo importante, —como ella te señala cada vez que viene al caso  —, es darte cuenta de que cuando nadie te mira alertado por tu imagen ya sea para bien o para mal, expectante, uno trasciende siempre a su físico, y el cuerpo es por fin lo que jamás debió dejar de ser: el caparazón, y nunca el vehículo con el que comprar el favor de los otros. Y como ella, subraya, es entonces cuando se toma nota de quiénes somos en verdad. Y, sí, Fern, tiene razón. No somos la portada, somos el libro, y nunca una portada más agradable o menos es garantía de nada. De esto y de otros temas estuvimos hablando este fin de semana en una de las muchas ferias y festivales que se realizan en Manitoba, cuando nos encontramos en uno de los tantísimos puestos de pan, a colación de los kilos que gana el cuerpo en Canadá sin apenas percibirlo, ya que la delgadez como imperativo no está entre las prioridades de los canadienses. Aquí se vive la vida con pasión, sin hacerle ascos a los placeres prohibidos en otros lares. Aquí el yantar, las reuniones entorno a la mesa y en la cocina, y el disfrutar de la naturaleza en todas sus versiones ocupan la vida de la gente, de tal modo que no hay tiempo para fustigarse a uno mismo con dietas macrobióticas o con echarse a los caminos a correr como si no hubiese un mañana. No se estila. La feria a la que acudimos es una feria de tartas, pan y repostería, y otros productos elaborados artesanalmente con lo obtenido en las granjas. Y, en ella, estábamos seguros de encontrar, y de hecho la encontramos, la alegría de la primavera que está por venir agazapada en las ganas de muchos conocidos, entre ellos Margot.  La exhibición se realiza en el interior de un gigantesco granero durante todos los fines de semana de marzo y al traspasar la puerta de entrada los olores dulzones te acunan y te dan la bienvenida, abrazándote, como la abuela que todos desearíamos haber tenido. Al entrar Alberto me miró con sus ojos como platos, asombrado y feliz, porque sin darnos cuenta nos sumergimos en un festival de olores. Y, claro, cada olor nos trajo consigo millones de momentos que todos sumados explican quiénes somos ahora. En mi caso, el olor a coco, a pan, a salitre, a sol en la piel y a naranjas puede perfilar un magnífico boceto de mi existencia, y si a ellos les añades el olor a invierno, a montaña nevada, a bosque, a chimenea y a calabaza, es decir, a Navidad ya tendrás, con facilidad, el retrato final. Evidentemente, no los hallé todos, pero sí que encontré bastantes en distintos formatos. Las ferias artesanales resultan ser un buen lugar para encontrar la mezcla perfecta entre elaboraciones excelentes y amor del bueno. Que, al fin y al cabo, es el ingrediente secreto, o no tan secreto, para que todo en la vida nos sepa a rechupete. Y así, pasando la jornada, poco después de las cuatro de la tarde me detuve en un puesto de velas elaboradas con materia vegetal y yo que soy una incondicional de este tipo de velas no pude no caer en la tentación de abrir la tapa de unos cuantos frascos y agenciarme los de mis olores predilectos. Arde aquí a mi lado una de ellas, con un olor que está íntimamente ligado a mi historia personal. Y, arde bien, como la vida cuando se vive acompasadamente y con armonía con uno mismo, con lo que se es y con lo que das de ti al resto. 


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

martes, 26 de febrero de 2019

MUJERES EN PUNTO MUERTO



«Tienes que hacer lo que no puedas dejar de hacer.»
—David Mitchell—



Todo empezó con un bombón. Exactamente con un bombón de chocolate con leche relleno de trocitos de cereal envueltos en un fundible interior de crema de chocolate. Primero con uno, después con dos, y luego con tres, cuatro, cinco, seis y siete. Le sorprendió al ir a coger el octavo, no encontrarlo. Le sorprendió la caja vacía. Le sorprendió que sólo hubiese siete. «Siete», se dijo. «Siete», volvió a repetirse. Tenía la caja sobre la mesa donde estaba hojeando el catálogo de semillas para plantar en la primavera de Manitoba. Se levantó y se dirigió hacia la ventana, la abrió de par en par, sin importarle que afuera estuviese nevando lentamente. Se desnudó frente a la ventana abierta y desnuda caminó hacia el dormitorio. Allí, abrió el armario y sin vacilar descolgó la palomilla de la que pendía su vestido de terciopelo rojo sin mangas. Era su preferido. Lo había sido y lo seguía siendo. Sin mirar, lanzó la palomilla sobre la cama y se enfundó el vestido. El roce del terciopelo sobre su piel desnuda la hizo estremecer. La caricia del terciopelo siempre la había hecho sentir diosa. Regresó a la ventana abierta. Sentirse y saberse completamente desnuda debajo del vestido la excitaba, sobre todo al andar. Miró hacia el horizonte, respiró profundamente, se dirigió hacia la puerta de la casa, la abrió y salió, tal cual, sin abrigarse, sin echarse encima ninguna prenda. Enfiló el sendero que salía de la finca y luego el camino al otro lado de la verja. Caminó por el camino, sobre la nieve, mientras nevaba, hasta que se perdió de la vista de la casa y se esfumó a la vista de todos. Gaynor se evaporó con su vestido rojo de terciopelo. Más no se supo de ella y se puede llegar a pensar que el detonador fueron los bombones o quizás el número siete, si no se quiere ir más allá, y, preguntarse desde cuando Gaynor estaba tan harta como para dejarlo todo tras de sí y retomar las riendas de su existencia, recobrar su vida, decidir por ella, dejar de ser una mujer en punto muerto. Todo empezó con un bombón. Exactamente con una crujiente almendra cubierta de un irresistible y cremoso chocolate con leche. Juno estuvo mirándolo tras quitarle el envoltorio dorado y depositarlo sobre la palma de su mano izquierda. Lo contemplaba como quien sopesa un dilema. Pros y contras. Observándola, se podía deducir que lo que sopesaba era algo que estaba más allá del bombón. El bombón solamente había captado su mirada, no su pensamiento, que andaba loco de un lado a otro. Reparando en la frente de Juno podía verse en sus pliegues como éstos corrían. En un instante comprendido entre las tres y media y las cuatro menos cuarto de una tarde de invierno, Juno, frunció el ceño y luego lo relajó, la frente quedó plana como plana queda la hoja en la que se ha resuelto una ecuación. Juno se llevó el bombón a la boca, se echó hacia atrás y se apoyó en el respaldo del banco. Degustó el bombón, notó el chocolate fundirse en su paladar, luego masticó la almendra con deleite con sus pequeños dientes de roedora. Sonrió. Tomó el envoltorio dorado y lo estrujo, hizo con él una pequeña bolita. La lanzó lejos. Se fijó en como caía y rodaba por la superficie pulida del pavimento. Se levantó. Volvió a sonreír para sus adentros. Se advertía en su sonrisa cierto grado de magnificencia. Parecía sentirse dueña de sí y de todo su alrededor. De haberle preguntado si sentía reina, seguramente habría contestado que sí. Estaba dispuesta en ánimo, intención, espíritu y presencia y llevaba en la mirada la determinación de quien sabe que acaba de decidir no el próximo minuto, ni la siguiente hora, sino el tiempo comprendido en la palabra futuro. Cuando el envoltorio dorado volvió a tomar carrerilla sobre el pavimento por el impulso del fuerte viento de las praderas que acaba de levantarse, Juno, ya no estaba, andaba lejos con su determinación, su experiencia y todo su ser. Más no se supo de ella y se puede llegar a pensar que el detonador fue el bombón o quizás la almendra crujiente, si no se quiere ir más allá, y, preguntarse desde cuando Juno estaba tan harta como para dejarlo todo tras de sí y retomar las riendas de su existencia, recobrar su vida, decidir por ella, dejar de ser una mujer en punto muerto. Todo empezó con un bombón. Exactamente con un bombón de cremoso chocolate cubierto de chocolate con leche con una delicada nota de chocolate blanco. Piper, compró un cucurucho de bombones de camino del asilo de Winnipeg donde cada jueves iba a visitar a su madre, y, aquel día no pudo evitar comerse uno, en vez de reservarlos todos para su progenitora, contraviniendo así, su propia prohibición. Aunque pueda parecer extraño hasta ese momento jamás se había saltado la norma que ella misma se había autoimpuesto de no comer dulces en día de cada día. Una vez franqueó la barrera de lo poco conveniente que eran sus labios, Piper, advirtió con placer como el bombón se disolvía en su interior, en cada centímetro de su cuerpo, no sólo en su boca, y, a la par, notó como los ojos se le inundaban de lágrimas y como éstas con alivio corrían por sus mejillas. Piper se vio a sí misma llorar sin llorar. Lloraba sorda y quedamente. Se vio introducir de nuevo la mano en el cucurucho y tomar entre sus dedos otro bombón que se metió sin pensárselo en la boca. Lloraba y comía y una mezcla de voluptuosidad y desahogo le recorría todo el cuerpo desde la coronilla hasta los dedos de los pies. Pasó por delante del asilo y no se detuvo, pasó una, dos y tres veces, a la cuarta entró echa un mar de chocolate y lágrimas. Un tiempo cortito después salió y con un brío desconocido, sintiéndose poderosa y soberana, silbó a un taxi que pasaba y le detuvo más con la fuerza de sus hombros y de sus recias piernas que con aspavientos. Piper apretó el paso hacia el taxi, abrió la portezuela de atrás y cuidadosamente como quien maneja material muy frágil sentó a su madre, le levantó cada una de las piernas con sumo cuidado hasta que ésta quedó instalada cómodamente. Seguidamente, Piper subió delante y el taxista bajó la bandera y circuló. Más no se supo de ella y se puede llegar a pensar que el detonador fue el bombón o quizás el incumplir su propia prohibición, si no se quiere ir más allá, y, preguntarse desde cuando Piper estaba tan harta como para dejarlo todo tras de sí y retomar las riendas de su existencia, recobrar su vida, decidir por ella, dejar de ser una mujer en punto muerto.



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

martes, 19 de febrero de 2019

TARTA DE CHOCOLATE CON FRAMBUESAS


«Siempre gana quien sabe amar.» 
—Hermann Hesse—



Al otro lado de la ventana abierta a la pradera de Manitoba la última luna llena de invierno redonda, imperturbable, grandiosamente perfecta ilumina y protege nuestra existencia. Estar aquí, contemplándola desde el otro lado del cristal, después de haberla admirado desde fuera, de pie, plantada como un cactus sobre la nieve, intentando no respirar, es vivir en el contraste y saber que en todo cabe la dualidad, el desdoblamiento y que todo acepta las dos caras. ¡Oh!, magnífica luna llena que se lleva todos los miedos y que devuelve nuestra valentía al lugar que le corresponde, es decir, a primera fila. Este es un buen momento. Y observándola sé que los deseos en esta noche están al alcance. Me siento vital, la noche me es propicia y la luna llena me impele a ofrecerle, como obsequio, mi mejor versión. Sé lo que hago. Sé la causa por la que amo sentirme viva durante las veinticuatro horas del día, sin distinguir entre ellas, usos, ni etiquetarlas en categorías, una hora es una hora, sesenta minutos de vida. Sé el motivo por el que no paro quieta y en vez de tumbarme y esperar a que salga el sol prefiero bailar con la noche y la luna, cantarle a ella y a mí misma que en alguna otra época todos fuimos reyes por tanto también lo somos ahora. Sé el porqué de esta actividad, de este curiosear de noche y de día, de no dejar ni un solo instante de aprender ni de escribir ni de sentir ni por supuesto de amar. Yo sé, más allá de la explicación que esgrime la ciencia de que el cerebro del insomne necesita menos horas de sueño para hacer su puesta a punto y quedar listo para la acción. Yo sé. Conozco la verdadera razón, mi verdadera razón, por la que me entrego a la noche sin ningún sacrificio, con determinación, sintiéndola como aliada y cómplice en vez de como enemiga. Para mí no es ni siquiera cuestión que requiera contestación, ni ninguna incógnita, ni un jeroglífico que deba resolver, pues la respuesta no es otra que saberme plena, saber que cuando llegue a la entrada del desierto de la misma manera cómo conoceré el nombre por el que inundarme valió la pena, también sabré que no me he dejado nada en el tintero de la vida. Nada de nada, y, la conciencia estará lista y tranquila para partir, para adentrarme en el desierto del olvido. Y si eso es así, en buena medida, es porque la noche me ha enseñado a no ser rígida, a que la aventura que son el cambio y la adaptación, la flexibilidad, formen parte de mi existencia como un valor, como una virtud, como una fortaleza. Los años sirven para muchísimas cosas, también para no comprender, para que lo absurdo rechine todavía más, como los goznes herrumbrosos de una puerta a los que ni siquiera escupiéndoles encima se consigue hacer callar. Lo que más me chirria a mi edad es la rigidez mental en mis contemporáneos. Ese inmovilismo mental choca en mí. Por absurdo, me asombra. Lo oigo chocar: plaf, pum, zas, cataplán. Mi reacción: la risa, pero no una risa de burla sino de un cállate por favor e imagina cuántas oportunidades de vida estás perdiendo, desperdiciando. Risa vieja, cansada y desgastada de lástima. De pena. De desánimo y desilusión. De desgana. De ridículo ajeno. No sé de qué otra forma reaccionar ante lo absurdo de la rigidez mental de los otros, lo reconozco. No entiendo por qué uno no puede variar ni un ápice para vivir dentro de unos parámetros más anchos. En la amplitud está la grandeza como lo está en la altura de miras. Pero bueno…, la noche es linda y la elaboración de una tarta me espera. Llega el cumpleaños de Nuna y la vida debe ser ante todo celebración. Sí. Hay que celebrar lo bueno que el Universo nos da. Aquí, a mi lado, tengo notas sobre gramos, mezclas e ingredientes de una nueva tarta de chocolate con frambuesas que he ideado durante toda la tarde. Estoy satisfecha. Hace unos meses no sabía, no tenía ni idea. Ahora sé. Jamás la rigidez mental me impedirá amar la vida y disfrutarla al mil por mil. Valga la tarta de chocolate con frambuesas como metáfora. Después sírvansela y dense de comer que son dos días.



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

lunes, 18 de febrero de 2019

INUNDABLES



«Se gira y me saluda por encima del hombro. Está sonriendo.» 
—Helen Garner—


Somos seres inundables. Y no discurrimos por el río de la vida, sino que, somos nosotros el río que baña los paisajes de nuestra existencia. De hecho, ni una sola gota de los que somos se malgasta. Todo lo que somos, lo que fuimos y lo que seremos colma, satisface, acaricia, arriba a todo aquello, —gentes, lugares, olores y estados de ánimo—, por donde nuestro ser transita. Y aunque no volvamos nunca más a caminar por las sendas por las que ya hemos transitado todo queda en algún lugar. Aunque nosotros estemos en el olvido, ese algo nuestro está en otra realidad en ese instante. Aunque nosotros no recordemos, alguien o algo, disfruta a fecha de hoy de lo que una vez fuimos, sentimos y vivimos. Aunque para nosotros fue ráfaga sin importancia, sin ninguna duda, es huella indeleble en otras realidades. Aunque fue de extrema seriedad en nuestra vida fue ave de paso, brisa que corre, gota de lluvia en otras, pero en definitiva, fue, algo fue. Y en buena medida, somos inundables porque somos vulnerables, sobre todo al amor, poseedores y dadores de amor, sólo el amor nos empapa hasta el alma, sólo desde el amor crecemos sanamente y en positivo, pues es el amor quien hace que nos multipliquemos y discurramos como el río que somos. El amor, ese amor, que en todas las vertientes te catapulta a la sonrisa o al llanto, que es detonante de alegría o de zozobra, y que resulta ser la única vestimenta que nadie se quiere sacar, pero que paradójicamente es por lo único que nos desnudamos en cuerpo, corazón, alma, espíritu e intenciones. Somos seres inundables, también, porque la pasión es nuestro motor y porque por ella nos adaptamos, decimos y nos desdecimos, avanzamos, no retrocedemos, pero sí que nos retorcemos, subimos y bajamos, cambiamos de postura, aprendemos y nos desvivimos. Pasión por alguien u alguienes, por un oficio o por un modo de vida, y por habitar en esa pasión, por llevarla a término, inundamos cada poro de nuestra piel con una intensidad de una fuerza inusitada y nos dejamos calar hasta los huesos, anegar, desbordar, ahogar, con tal de comprobar cómo nos saca a flote y le da sentido a toda nuestra existencia. Ya que sin ella nos sentimos morir, nos secamos. De esa manera, como el amor, la pasión, nos enfrenta a nuestro verdadero yo, nos cuenta nuestros propios secretos y nuestras jugadas maestras, es decir, nos convierte y nos transforma finalmente en seres inundables. E, igualmente, somos seres inundables, por supuesto, porque no somos indiferentes a nada. Incluso el mayor arrogante y jactancioso tiene su propio talón de Aquiles, su punto débil. Somos porosos y permeables, seres empáticos, maleables, de ahí la necesidad de sentirnos inundables por lo que les sucede a nuestros congéneres en la medida en que podemos echarles una mano o convertirnos en un modo de salvación. La salvación de los otros nos libera de nuestro propios miedos. Nos gusta aun sin reconocerlo sentirnos puerto seguro y fortín ante la fragilidad de la vida. Por ello, nos dejamos inundar por las fragilidades ajenas y las propias, porque sentirse frágil y vulnerable es la antesala de sentirse poderoso, fuerte, lleno de vida y fascinación ante el regalo que es la vida en sí, a palo seco, sin necesidad de nada más. Acuclillada en el suelo en Manitoba mientras moldeo la nieve en forma de pelota para lanzársela a Nuna, levanto la vista y no veo nada ante mí, es un día blanco. No existe otro color. No se ve nada, más allá de unos pocos metros. Pienso: La vida es esto, no ver nada, sabernos ciegos, avanzar sabiéndonos inundables y que no nos importe. Seguir avanzando puesto que la vida nos va en ello, porque somos río. Es nuestro destino avanzar. Lanzo la pelota. Nuna salta, un salto inmenso, lleno de fuerza y vigor. Cincuenta quilos que vuelan. La luna llena de esta noche intentara romper esta quietud blanca. Los insomnes en la noche volveremos a bordear las maravillas de las horas sin tregua. Nuna volverá a saltar y a morder el aire con bocados de felicidad y yo volveré a admirarla. Nada se pierde, nada se malgasta y hasta los actos más repetitivos y repetidos llevan consigo algo supremo. La llamo por su nombre: «Nuna. Nuna. ¡Vamos!». Leal. Cinco años juntas, el veintidós de febrero. Lleva cinco años acoplándose a mi forma de ser y a mi vida y yo a la suya. Me agacho a su altura. La miro a los ojos. Le acaricio el cuello  por debajo de las orejas. Yo sé que mataría y moriría por mí y yo por ella. La lealtad es esto. Noto su aliento caliente en mi rostro helado. La miro a los ojos y le digo: «Todos sabemos por quién inundarse vale la pena. Y en la última hora, en el último día, su nombre será pronunciado a la entrada del desierto.» Me devuelve la mirada con sus ojos grandes, negros y eternos, y sé que comprende mis pensamientos vagabundos, sus esbozos y sus borradores, levanta su mano derecha y la apoya sobre mi hombro. Me empuja como cada vez que nota que estoy circunspecta y me tira al suelo. Ríe sin reírse. Lo sé. Avanza unos pasos. Se gira y me mira, con la mirada me habla: «Levanta». Me levanto. Ella me espera. Camino hacia ella. Sonríe, y emprende de nuevo, llevándome de la mano, la senda que nos ha de llevar. Avanzamos. Somos río. 



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

jueves, 14 de febrero de 2019

NADA ESTÁ PERDIDO



«Nada está perdido si se tiene por fin el valor 
de proclamar que todo está perdido y 
que hay que empezar de nuevo.»  
—Julio Cortázar—



Anoche, mientras la noche dormía y un porcentaje elevado de los habitantes del hemisferio Norte eran poseedores de sueños dulces o, tristemente, de pesadillas, yo me preparaba una taza de chocolate caliente y distraía el insomnio trabajando. El día había sido agotador, la vida había pasado abruptamente por dentro de mí, zarandeándome, poniendo a prueba mi brío y mi capacidad de resistencia, y también la de reacción, con una serie de dislates que en nada me concernían pero que sin saber la razón habían modificado el curso de la jornada. En realidad nadie sabe el porqué de las vicisitudes que suceden a tu alrededor y que acaban salpicándote. Nadie sabe que se gana con los bretes ajenos, pero me gusta creer, —quizás para soportar lo incomprensible—, que es una de las tantísimas maneras que el Universo posee y utiliza para mostrarte a ti mismo tu propia resiliencia. Y, como siempre que el Cosmos me pone en esa tesitura, esta vez, también me sentí más viva que nunca, y también no pude dejar de pensar que la vida, que estar vivos, es un verdadero regalo. Entre sorbo y sorbo, en la noche de ayer, repasé mentalmente cada una de las conversaciones que había mantenido a lo largo del día y me pregunté, sin esperarlo: ¿Quién me había hecho las preguntas más interesantes, no en ese día, sino a lo largo de mi vida? ¿Qué persona a lo largo del tiempo había tenido la habilidad de formularme una serie de preguntas construidas a base de observarme el alma? La respuesta saltó inmediatamente. Alumbró la pregunta, como la luz del faro alumbra la oscuridad de la noche y de la mar. Me asombró que sólo hubiese sido una persona de las cientos con las que he intercambiado impresiones. Pero no me asombró conocer quién era. Y, saberlo, sinceramente me reconfortó. Acababa de echarle un vistazo a la prensa del día, había estado todo el día involuntariamente fuera del radio de acción de los noticiarios, y me vi comentando mentalmente las noticias con ese ser. Leer algunas noticias me había hecho reparar en que la maldad y la necesidad de constatar continuamente que se es amado van en proporción a la debilidad mental y muy probablemente a un infancia truncada que no le ha permitido al niño convertirse en un adulto solido con una vida en armonía. Sobre esa solidez  y sobre la armonía, sobre la búsqueda de la salvación a través de los otros y sobre el elevado precio que los otros han de pagar para que los débiles mentales sean salvados, he escrito en otras ocasiones, por eso no voy a detenerme en reflexionar sobre ello en este momento. Sólo es un breve apunte a colación de la prensa leída, así que una vez hecho el apunte, regresó a la noche de ayer, a la madrugada de hace un rato puesto que sentí el conmovedor impulso de ponerme en contacto con la persona que me había hecho preguntas deteniéndose en mí, dándome el lugar y la importancia, sin quedarse nunca en la superficie, de modo que viviendo como vivimos en la era de la comunicación veloz, le escribí. El corazón me galopaba como si cometiese una fechoría. No me respondió. Era de esperar. La insomne soy yo, pensé. Pero no me respondió en un primer momento, quince minutos después, sí. Recordé inmediatamente como si de golpe hubiese recuperado la lucidez que él también era uno de los insomnes en la noche. Y fue la noche de los insomnes la que envolvió nuestra conversación. Sin darnos cuenta estábamos el uno junto al otro, las palabras fluían recuperando con cada pausa la distancia y lo compartido, el sentir y la risa. En ninguno de los dos habita la nostalgia, no somos seres nostálgicos, las hechuras de nuestros caracteres no nos lo consienten. La nostalgia es para quien se puede permitir morar en la tristeza. Él y yo jamás hemos sido así. A ambos nos gusta echar raíces en el lado positivo, divertido y enérgico de la existencia, de modo que nos fue fácil tomarle el pulso a nuestras vidas en un párrafo, dos puntos y seguido y unas comillas. Entonces, cuando ambos comprobamos que estábamos pisando la superficie cálida y galáctica que es la noche en la que despegar los pies de la tierra es posible y en la que inconscientemente te sabes a años luz de todo, cuando ambos notamos la comodidad de la noche y la confianza de sabernos viejos en el tiempo y cómplices en la prosa, él me lanzó la pregunta: «¿Por qué es tan fácil conectar con aquello que nos emociona verdaderamente?» Fue una pregunta que atrapaba al vuelo el último pensamiento que se había prendido como un llamita en mi mente, al pensar cómo de fácil es la vida con los seres que conoces desde siempre y que siempre te han emocionado, fascinado y agitado. «Por el hilo rojo», le respondí. «¿Qué hilo rojo, María?», me preguntó él, y yo le contesté: «Existe una leyenda oriental que dictamina que un hilo rojo invisible conecta a aquellos seres que están destinados a encontrarse. El hilo rojo jamás desaparece y permanece constantemente atado a nuestros dedos, a pesar del tiempo y la distancia. No importa lo que tardes en conocer a esa persona, ni importa el tiempo que pases sin verla, ni siquiera importa si vives en la otra punta del mundo. El hilo rojo se estira hasta el infinito pero nunca se rompe, lleva contigo desde tu nacimiento y te acompaña tensado en mayor o menor medida, más o menos enredado, a lo largo de toda tu vida. Es un hilo rojo al que no podremos imponer nuestros caprichos ni nuestra ignorancia, un hilo rojo que no podremos romper ni deshilachar. Es un hilo rojo que va directo al corazón, que conecta a los amores eternos, a los profundos, esos que simbolizan el antes y para los que no hay un fin y son tan fuertes que no dejan lugar a dudas.» Tardó unos segundos en responder y yo le presumí hermoso y sonriente al otro lado. La respuesta llegó: «Muéstrame las manos. Tus dedos, María», me dijo. Le admiré de nuevo, como siempre he admirado su velocidad mental y su inteligencia despierta. Después, nos fuimos a dormir. 


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

lunes, 11 de febrero de 2019

NUESTRO OCHO MIL




«La cocina es una de las mejores maneras que los 
hombres hemos encontrado para cortejar la felicidad 
y —por eso mismo— la cocina es también una de las 
mejores maneras de bendecir la vida y celebrar el 
acto gratuito de existir.» 
—Ignacio Peyró—



Hoy es uno de esos días cálidos de invierno, la mañana ha amanecido tranquila, sosegada, en calma; y el silencio, y, las reverberaciones del mundo animal y natural es lo único que llega al oído humano. Amo los días como este. Compruebo que están en total sintonía con mi interior: pausado, sosegado, de quien trabaja como una hormiguita sin aspavientos ni ruido. Escribir es eso: trabajar en silencio. No hay otra forma de oír a los pensamientos, ni a la imaginación, abrazándose a ellos. Hay que sentir en silencio para poder convertir la realidad del ser humano en ficción. Hay que pensar qué es lo que se desea contar y hay que trasformar ese deseo en palabras. Escribir es eso. El verdadero escritor es quien ficciona la realidad. El contador de historias utiliza la realidad para la ficción hasta un límite que puede a menudo, muy fácilmente, hacerle pensar que no está sobre la faz de la Tierra para nada más, salvo, para convertirlo todo en ficción. Ya que para el contador de historias el mundo, la vida, es una fuente inagotable de material sobre el que escribir. «La realidad para la ficción», es la regla no escrita, la máxima no articulada que rige el día a día del verdadero contador de historias. Estoy escribiendo estas notas para poder construir un texto por encargo para la revista literaria de la red de bibliotecas de Manitoba sobre el oficio de contador de historias, en esta mañana soleada y cálida de invierno, cuando llega a la casa Alice Louise McGregor, con la que había quedado para comer. La observo enfilar el camino a mi casa con el andar típico de quien está acostumbrado a llevar raquetas en los pies. Lleva en una mano un cesto de fruta y verdura, sería extraño que Alice Louise se presentase en casa de alguien sin llevar algún presente. Ella es una de esas personas a las que les gusta guardar las formas y la educación. Es la única manera, —te dirá si le preguntas el motivo— de salvaguardar la poca civilización que nos queda. Alpinista jubilada forzosamente a los treinta y pocos años por culpa de una lesión sin solución, ahora, intenta encontrar una ocupación con la que sentirse plena, desde que lo que creía sería su vida para siempre, saltó por los aires a mediados del año pasado. Desde el pasado agosto, Alice Louise, se apoya en sus amistades para soportar tan gran chasco. Al entrar me dice que le recorre un placer eléctrico al sentir la caricia de la montaña en su piel. Sé que le gusta este lugar, el enclave en el que está situada nuestra casa. Sé que no se adapta a vivir en la ciudad. No obstante, al menos por un tiempo, debe vivir en ella para poder asistir al centro especializado donde intenta recuperar su forma física. Mientras acabo de preparar la comida, me dice: «Sabes, tenía un sueño. No sé cómo se puede vivir cuando un sueño se va al garete. No sé cómo se puede vivir sin un sueño. ¿Tú sabes cómo María?» Me giro sobre mis talones, dejo la cuchara de madera en un plato sobre la encimera y le respondo: «Fabricándote otro», y prosigo: «Debes fabricarte otro, inventarte otro sueño a tu medida. No puedes permitirte llevar a cabo el sueño de tu vida, pero sí que puedes permitirte crearte una ilusión nueva. La montaña nunca te robo nada. Tu esencia está intacta. Ella permanece en ti intacta. Sólo debes adaptarte a tu nueva realidad y a tu nueva forma de poder sentir la montaña en ti. Sólo es eso. Puedes permitírtelo, Alice Louise. Puedes permitírtelo, Ally.» Y, se queda mirándome de hito a hito: «¿Por qué nadie me habla como tú?» Se levanta de la silla en la que está sentada y se dirige al mueble donde el reloj marca las horas y lo voltea hacia la pared. «No soporto el tiempo», musita por lo bajini. «Ver como transcurren las horas y sentir que mi vida ha quedado detenida». «No ha quedado detenida. Estás aquí. Estás viva y estás sana», le indico. «¡No para escalar montañas!», me grita. No le contesto. La tomo por los hombros y la dirijo hacia un espejo. «Mírate», le ordeno. Se mira. «Tú eres la montaña. Tú eres tu propio ocho mil. Ese es el desafío que el destino te tenía reservado. No era ni el Everest, ni el K2, ni el Nanga Parbat, ni el Annapurna, eras tú y hasta que no lo comprendas y hagas el desafío tuyo, no encontraras sosiego en ninguna parte, Alice Louise». Noto como mis palabras van posándose en su cuerpo. Se relaja. Llora. Le seco las lágrimas. Esboza una tímida sonrisa que se ensancha con los segundos. «¿Estás segura de que podré?», me pregunta tímidamente. «¡Claro que sí! Deja que la vida se instale en ti y fluye con ella y de su mano. Así lo lograras, puesto que todos tenemos nuestro propio ocho mil, hecho a nuestra imagen y semejanza para que aflore en nosotros la fuerza y el ingenio que nos fueron dados al nacer», le respondo, porque de ese modo lo creo y nos sentamos a comer. «Sí, será lo mejor», dice, con la voz y la mirada confiadas por primera vez en muchos meses. Le aprieto la mano que tiene sobre la servilleta. «Pues entonces, comamos. Nos sentará bien», apunto y sirvo, en los platos, unos sabrosos macarrones con verduras, que hablan sin hablar.


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

miércoles, 6 de febrero de 2019

NANNA EN EL DESVELO


«Es otra de las clemencias que la cocina 
aporta a la vida: si el mundo puede ser ingrato, 
en la cocina siempre hay algo bueno que esperar.» 
—Ignacio Peyró—



Nanna sabe que como en cada invierno su casa roja ha quedado sepultada bajo la nieve, sabe que si la buscasen no la encontrarían, que para encontrarla tendrían que olvidarse de las hechuras de una construcción y buscar, en su lugar, una mancha roja, como si un silo de zumo de grosellas rojas se hubiese desparramado en la blanca nieve. Entonces, sí que la podrían encontrar. Las encontrarían a las dos. A la casa en primer lugar y a ella en su interior. Odia el invierno. Son las nueve de la noche, bebe agua a punto de congelar de la jarra que tiene sobre la mesa y se acuesta. Se esconde debajo de un montón de mantas, colchas y demás. Ha convertido su cama en una madriguera. Allí está a gusto. De hecho, en invierno, es en el único lugar en el que está a gusto. Le gustaría ser un animal y no tener que salir para nada hasta la primavera o ya puestos hasta el verano. No. Mejor la primavera. La primavera le gusta. Acurrucada, cierra los ojos e intenta no pensar en nada. No lo consigue. Sus sentidos están atentos al golpeteo de algo metálico en alguna parte de la casa. Se da la vuelta y todavía se acurruca más. «Mañana después de abrir un sendero en la nieve, tendré que contestar, sí o sí», se dice a sí misma, se ordena. Sabe que tiene que responder a la carta que le llegó hace una semana, se dio un plazo de siete días para contestarla y el plazo ha vencido. No puede retrasarlo más. Además sabe la respuesta que tiene que escribir. Aunque eso ponga fin, al sueño, a la posibilidad de que las cosas dejen de ser como son. Sabe que tiene que contestar que no puede irse de allí, que no puede abandonar el parque a su suerte, aunque su deseo sea todo lo contrario. Nada le gustaría más que al llegar el día poder levantarse, salir de la cama, preparar una maleta, salir de la casa, ir al aeropuerto y coger un avión que volase hacia cualquier parte del trópico. Calor. Necesita calor como otros necesitan la naturaleza, los libros o el amor. Ella en estos momentos no necesita nada de todo eso. Sólo quiere vivir por encima de los veinticinco grados de temperatura. «Maldita herencia vikinga», susurra en su madriguera y le da un puñetazo al colchón. Diez años encargándose ella sola del parque que fundó su bisabuelo en Manitoba son demasiados años. Diez años sin vacaciones, ni días libres, aunque bien mirado, la primavera y el verano en el parque son como unas maravillosas vacaciones al aire libre; pero no, no es lo mismo. Debe ocuparse de tantas cosas que no se puede comparar al placer de no hacer nada, de no tener ninguna obligación durante días salvo la de alimentarse, cagar y dormir. Nanna sabe que cuando está realmente agotada habla mal, pronuncia palabras malsonantes e indecorosas que no utiliza de manera habitual. Pero en esta noche está harta. Su bisabuelo podría enviarle desde allá donde esté un ayudante o una ayudanta, así ella podría irse tan campante a tumbarse en una playa en un lugar donde fuese verano todo el año. En un arranque de rabia se destapa y salta de la cama. Va directa a la cocina y abre la alacena, y de ella saca: mantequilla, leche, un huevo, levadura fresca, azúcar, sal, pepitas de chocolate y harina de fuerza, que es lo que necesita para elaborar los bollos con pepitas de chocolate que su bisabuela Bjorg le preparaba de niña. Nanna nunca ha olvidado lo dulces y esponjosos que le parecían entonces y sabe que poco a poco a base de recuerdos y tesón está consiguiendo que los suyos cada vez se parezcan más a los de Bjorg. Necesita de su bisabuela en momentos de crisis. Necesita que acuda en su ayuda, que la rescate en la ofuscación del momento. Piensa, que nada como tener una bisabuela con el nombre de Bjorg. A Nanna seguir paso a paso la receta que Bjorg se trajo hasta Canadá desde el norte de Europa la reconforta, por eso no se salta ninguno. Y aunque sea de noche y nadie la mire y no se oiga nada más en el mundo, —tiene esa impresión —, salvo su trajinar en la cocina, hace las cosas en el orden en que deben hacerse, como si se estuviese examinando delante del más estricto de los tribunales. A Nanna no le gusta el desorden, no le gusta que en su vida haya desorden, y que la tienten desde otra parte del globo para que abandone el parque la trastorna porque altera y desordena su existencia, su vida pautada. Tal como elabora la receta, su ansiedad va calmándose, y sabe que cuando los bollos estén listos unas horas después y tome uno calentito entre sus manos y le dé un mordisco o lo parta por la mitad y lo tueste ligeramente y lo tenga en su paladar, toda su zozobra, se habrá convertido en humo y nada le vendrá tan cuesta arriba como antes de prepararlos. Sentirá lo mismo que si la abrazase Bjorg. La sentirá en ella, como se sienten en uno, los seres a los que se ha amado y que ya no están, y sabe que eso la hará sentir bien y el invierno no será tan invierno y la soledad del parque será menos soledad, y la idea de irse al trópico se desvanecerá hasta parecerle absurda, porque quien tuvo, tiene, y guarda en el corazón, que es donde se fijan para siempre los amores. Donde por esa razón la temperatura nunca cae en picado.  


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz