«La cocina es una de las mejores maneras que los
hombres hemos encontrado para cortejar la felicidad
y —por eso mismo— la cocina es también una de las
mejores maneras de bendecir la vida y celebrar el
acto gratuito de existir.»
—Ignacio Peyró—
Hoy es uno de esos días cálidos de invierno, la mañana ha amanecido tranquila, sosegada, en calma; y el silencio, y, las reverberaciones del mundo animal y natural es lo único que llega al oído humano. Amo los días como este. Compruebo que están en total sintonía con mi interior: pausado, sosegado, de quien trabaja como una hormiguita sin aspavientos ni ruido. Escribir es eso: trabajar en silencio. No hay otra forma de oír a los pensamientos, ni a la imaginación, abrazándose a ellos. Hay que sentir en silencio para poder convertir la realidad del ser humano en ficción. Hay que pensar qué es lo que se desea contar y hay que trasformar ese deseo en palabras. Escribir es eso. El verdadero escritor es quien ficciona la realidad. El contador de historias utiliza la realidad para la ficción hasta un límite que puede a menudo, muy fácilmente, hacerle pensar que no está sobre la faz de la Tierra para nada más, salvo, para convertirlo todo en ficción. Ya que para el contador de historias el mundo, la vida, es una fuente inagotable de material sobre el que escribir. «La realidad para la ficción», es la regla no escrita, la máxima no articulada que rige el día a día del verdadero contador de historias. Estoy escribiendo estas notas para poder construir un texto por encargo para la revista literaria de la red de bibliotecas de Manitoba sobre el oficio de contador de historias, en esta mañana soleada y cálida de invierno, cuando llega a la casa Alice Louise McGregor, con la que había quedado para comer. La observo enfilar el camino a mi casa con el andar típico de quien está acostumbrado a llevar raquetas en los pies. Lleva en una mano un cesto de fruta y verdura, sería extraño que Alice Louise se presentase en casa de alguien sin llevar algún presente. Ella es una de esas personas a las que les gusta guardar las formas y la educación. Es la única manera, —te dirá si le preguntas el motivo— de salvaguardar la poca civilización que nos queda. Alpinista jubilada forzosamente a los treinta y pocos años por culpa de una lesión sin solución, ahora, intenta encontrar una ocupación con la que sentirse plena, desde que lo que creía sería su vida para siempre, saltó por los aires a mediados del año pasado. Desde el pasado agosto, Alice Louise, se apoya en sus amistades para soportar tan gran chasco. Al entrar me dice que le recorre un placer eléctrico al sentir la caricia de la montaña en su piel. Sé que le gusta este lugar, el enclave en el que está situada nuestra casa. Sé que no se adapta a vivir en la ciudad. No obstante, al menos por un tiempo, debe vivir en ella para poder asistir al centro especializado donde intenta recuperar su forma física. Mientras acabo de preparar la comida, me dice: «Sabes, tenía un sueño. No sé cómo se puede vivir cuando un sueño se va al garete. No sé cómo se puede vivir sin un sueño. ¿Tú sabes cómo María?» Me giro sobre mis talones, dejo la cuchara de madera en un plato sobre la encimera y le respondo: «Fabricándote otro», y prosigo: «Debes fabricarte otro, inventarte otro sueño a tu medida. No puedes permitirte llevar a cabo el sueño de tu vida, pero sí que puedes permitirte crearte una ilusión nueva. La montaña nunca te robo nada. Tu esencia está intacta. Ella permanece en ti intacta. Sólo debes adaptarte a tu nueva realidad y a tu nueva forma de poder sentir la montaña en ti. Sólo es eso. Puedes permitírtelo, Alice Louise. Puedes permitírtelo, Ally.» Y, se queda mirándome de hito a hito: «¿Por qué nadie me habla como tú?» Se levanta de la silla en la que está sentada y se dirige al mueble donde el reloj marca las horas y lo voltea hacia la pared. «No soporto el tiempo», musita por lo bajini. «Ver como transcurren las horas y sentir que mi vida ha quedado detenida». «No ha quedado detenida. Estás aquí. Estás viva y estás sana», le indico. «¡No para escalar montañas!», me grita. No le contesto. La tomo por los hombros y la dirijo hacia un espejo. «Mírate», le ordeno. Se mira. «Tú eres la montaña. Tú eres tu propio ocho mil. Ese es el desafío que el destino te tenía reservado. No era ni el Everest, ni el K2, ni el Nanga Parbat, ni el Annapurna, eras tú y hasta que no lo comprendas y hagas el desafío tuyo, no encontraras sosiego en ninguna parte, Alice Louise». Noto como mis palabras van posándose en su cuerpo. Se relaja. Llora. Le seco las lágrimas. Esboza una tímida sonrisa que se ensancha con los segundos. «¿Estás segura de que podré?», me pregunta tímidamente. «¡Claro que sí! Deja que la vida se instale en ti y fluye con ella y de su mano. Así lo lograras, puesto que todos tenemos nuestro propio ocho mil, hecho a nuestra imagen y semejanza para que aflore en nosotros la fuerza y el ingenio que nos fueron dados al nacer», le respondo, porque de ese modo lo creo y nos sentamos a comer. «Sí, será lo mejor», dice, con la voz y la mirada confiadas por primera vez en muchos meses. Le aprieto la mano que tiene sobre la servilleta. «Pues entonces, comamos. Nos sentará bien», apunto y sirvo, en los platos, unos sabrosos macarrones con verduras, que hablan sin hablar.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz