jueves, 14 de febrero de 2019

NADA ESTÁ PERDIDO



«Nada está perdido si se tiene por fin el valor 
de proclamar que todo está perdido y 
que hay que empezar de nuevo.»  
—Julio Cortázar—



Anoche, mientras la noche dormía y un porcentaje elevado de los habitantes del hemisferio Norte eran poseedores de sueños dulces o, tristemente, de pesadillas, yo me preparaba una taza de chocolate caliente y distraía el insomnio trabajando. El día había sido agotador, la vida había pasado abruptamente por dentro de mí, zarandeándome, poniendo a prueba mi brío y mi capacidad de resistencia, y también la de reacción, con una serie de dislates que en nada me concernían pero que sin saber la razón habían modificado el curso de la jornada. En realidad nadie sabe el porqué de las vicisitudes que suceden a tu alrededor y que acaban salpicándote. Nadie sabe que se gana con los bretes ajenos, pero me gusta creer, —quizás para soportar lo incomprensible—, que es una de las tantísimas maneras que el Universo posee y utiliza para mostrarte a ti mismo tu propia resiliencia. Y, como siempre que el Cosmos me pone en esa tesitura, esta vez, también me sentí más viva que nunca, y también no pude dejar de pensar que la vida, que estar vivos, es un verdadero regalo. Entre sorbo y sorbo, en la noche de ayer, repasé mentalmente cada una de las conversaciones que había mantenido a lo largo del día y me pregunté, sin esperarlo: ¿Quién me había hecho las preguntas más interesantes, no en ese día, sino a lo largo de mi vida? ¿Qué persona a lo largo del tiempo había tenido la habilidad de formularme una serie de preguntas construidas a base de observarme el alma? La respuesta saltó inmediatamente. Alumbró la pregunta, como la luz del faro alumbra la oscuridad de la noche y de la mar. Me asombró que sólo hubiese sido una persona de las cientos con las que he intercambiado impresiones. Pero no me asombró conocer quién era. Y, saberlo, sinceramente me reconfortó. Acababa de echarle un vistazo a la prensa del día, había estado todo el día involuntariamente fuera del radio de acción de los noticiarios, y me vi comentando mentalmente las noticias con ese ser. Leer algunas noticias me había hecho reparar en que la maldad y la necesidad de constatar continuamente que se es amado van en proporción a la debilidad mental y muy probablemente a un infancia truncada que no le ha permitido al niño convertirse en un adulto solido con una vida en armonía. Sobre esa solidez  y sobre la armonía, sobre la búsqueda de la salvación a través de los otros y sobre el elevado precio que los otros han de pagar para que los débiles mentales sean salvados, he escrito en otras ocasiones, por eso no voy a detenerme en reflexionar sobre ello en este momento. Sólo es un breve apunte a colación de la prensa leída, así que una vez hecho el apunte, regresó a la noche de ayer, a la madrugada de hace un rato puesto que sentí el conmovedor impulso de ponerme en contacto con la persona que me había hecho preguntas deteniéndose en mí, dándome el lugar y la importancia, sin quedarse nunca en la superficie, de modo que viviendo como vivimos en la era de la comunicación veloz, le escribí. El corazón me galopaba como si cometiese una fechoría. No me respondió. Era de esperar. La insomne soy yo, pensé. Pero no me respondió en un primer momento, quince minutos después, sí. Recordé inmediatamente como si de golpe hubiese recuperado la lucidez que él también era uno de los insomnes en la noche. Y fue la noche de los insomnes la que envolvió nuestra conversación. Sin darnos cuenta estábamos el uno junto al otro, las palabras fluían recuperando con cada pausa la distancia y lo compartido, el sentir y la risa. En ninguno de los dos habita la nostalgia, no somos seres nostálgicos, las hechuras de nuestros caracteres no nos lo consienten. La nostalgia es para quien se puede permitir morar en la tristeza. Él y yo jamás hemos sido así. A ambos nos gusta echar raíces en el lado positivo, divertido y enérgico de la existencia, de modo que nos fue fácil tomarle el pulso a nuestras vidas en un párrafo, dos puntos y seguido y unas comillas. Entonces, cuando ambos comprobamos que estábamos pisando la superficie cálida y galáctica que es la noche en la que despegar los pies de la tierra es posible y en la que inconscientemente te sabes a años luz de todo, cuando ambos notamos la comodidad de la noche y la confianza de sabernos viejos en el tiempo y cómplices en la prosa, él me lanzó la pregunta: «¿Por qué es tan fácil conectar con aquello que nos emociona verdaderamente?» Fue una pregunta que atrapaba al vuelo el último pensamiento que se había prendido como un llamita en mi mente, al pensar cómo de fácil es la vida con los seres que conoces desde siempre y que siempre te han emocionado, fascinado y agitado. «Por el hilo rojo», le respondí. «¿Qué hilo rojo, María?», me preguntó él, y yo le contesté: «Existe una leyenda oriental que dictamina que un hilo rojo invisible conecta a aquellos seres que están destinados a encontrarse. El hilo rojo jamás desaparece y permanece constantemente atado a nuestros dedos, a pesar del tiempo y la distancia. No importa lo que tardes en conocer a esa persona, ni importa el tiempo que pases sin verla, ni siquiera importa si vives en la otra punta del mundo. El hilo rojo se estira hasta el infinito pero nunca se rompe, lleva contigo desde tu nacimiento y te acompaña tensado en mayor o menor medida, más o menos enredado, a lo largo de toda tu vida. Es un hilo rojo al que no podremos imponer nuestros caprichos ni nuestra ignorancia, un hilo rojo que no podremos romper ni deshilachar. Es un hilo rojo que va directo al corazón, que conecta a los amores eternos, a los profundos, esos que simbolizan el antes y para los que no hay un fin y son tan fuertes que no dejan lugar a dudas.» Tardó unos segundos en responder y yo le presumí hermoso y sonriente al otro lado. La respuesta llegó: «Muéstrame las manos. Tus dedos, María», me dijo. Le admiré de nuevo, como siempre he admirado su velocidad mental y su inteligencia despierta. Después, nos fuimos a dormir. 


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz