miércoles, 6 de febrero de 2019

NANNA EN EL DESVELO


«Es otra de las clemencias que la cocina 
aporta a la vida: si el mundo puede ser ingrato, 
en la cocina siempre hay algo bueno que esperar.» 
—Ignacio Peyró—



Nanna sabe que como en cada invierno su casa roja ha quedado sepultada bajo la nieve, sabe que si la buscasen no la encontrarían, que para encontrarla tendrían que olvidarse de las hechuras de una construcción y buscar, en su lugar, una mancha roja, como si un silo de zumo de grosellas rojas se hubiese desparramado en la blanca nieve. Entonces, sí que la podrían encontrar. Las encontrarían a las dos. A la casa en primer lugar y a ella en su interior. Odia el invierno. Son las nueve de la noche, bebe agua a punto de congelar de la jarra que tiene sobre la mesa y se acuesta. Se esconde debajo de un montón de mantas, colchas y demás. Ha convertido su cama en una madriguera. Allí está a gusto. De hecho, en invierno, es en el único lugar en el que está a gusto. Le gustaría ser un animal y no tener que salir para nada hasta la primavera o ya puestos hasta el verano. No. Mejor la primavera. La primavera le gusta. Acurrucada, cierra los ojos e intenta no pensar en nada. No lo consigue. Sus sentidos están atentos al golpeteo de algo metálico en alguna parte de la casa. Se da la vuelta y todavía se acurruca más. «Mañana después de abrir un sendero en la nieve, tendré que contestar, sí o sí», se dice a sí misma, se ordena. Sabe que tiene que responder a la carta que le llegó hace una semana, se dio un plazo de siete días para contestarla y el plazo ha vencido. No puede retrasarlo más. Además sabe la respuesta que tiene que escribir. Aunque eso ponga fin, al sueño, a la posibilidad de que las cosas dejen de ser como son. Sabe que tiene que contestar que no puede irse de allí, que no puede abandonar el parque a su suerte, aunque su deseo sea todo lo contrario. Nada le gustaría más que al llegar el día poder levantarse, salir de la cama, preparar una maleta, salir de la casa, ir al aeropuerto y coger un avión que volase hacia cualquier parte del trópico. Calor. Necesita calor como otros necesitan la naturaleza, los libros o el amor. Ella en estos momentos no necesita nada de todo eso. Sólo quiere vivir por encima de los veinticinco grados de temperatura. «Maldita herencia vikinga», susurra en su madriguera y le da un puñetazo al colchón. Diez años encargándose ella sola del parque que fundó su bisabuelo en Manitoba son demasiados años. Diez años sin vacaciones, ni días libres, aunque bien mirado, la primavera y el verano en el parque son como unas maravillosas vacaciones al aire libre; pero no, no es lo mismo. Debe ocuparse de tantas cosas que no se puede comparar al placer de no hacer nada, de no tener ninguna obligación durante días salvo la de alimentarse, cagar y dormir. Nanna sabe que cuando está realmente agotada habla mal, pronuncia palabras malsonantes e indecorosas que no utiliza de manera habitual. Pero en esta noche está harta. Su bisabuelo podría enviarle desde allá donde esté un ayudante o una ayudanta, así ella podría irse tan campante a tumbarse en una playa en un lugar donde fuese verano todo el año. En un arranque de rabia se destapa y salta de la cama. Va directa a la cocina y abre la alacena, y de ella saca: mantequilla, leche, un huevo, levadura fresca, azúcar, sal, pepitas de chocolate y harina de fuerza, que es lo que necesita para elaborar los bollos con pepitas de chocolate que su bisabuela Bjorg le preparaba de niña. Nanna nunca ha olvidado lo dulces y esponjosos que le parecían entonces y sabe que poco a poco a base de recuerdos y tesón está consiguiendo que los suyos cada vez se parezcan más a los de Bjorg. Necesita de su bisabuela en momentos de crisis. Necesita que acuda en su ayuda, que la rescate en la ofuscación del momento. Piensa, que nada como tener una bisabuela con el nombre de Bjorg. A Nanna seguir paso a paso la receta que Bjorg se trajo hasta Canadá desde el norte de Europa la reconforta, por eso no se salta ninguno. Y aunque sea de noche y nadie la mire y no se oiga nada más en el mundo, —tiene esa impresión —, salvo su trajinar en la cocina, hace las cosas en el orden en que deben hacerse, como si se estuviese examinando delante del más estricto de los tribunales. A Nanna no le gusta el desorden, no le gusta que en su vida haya desorden, y que la tienten desde otra parte del globo para que abandone el parque la trastorna porque altera y desordena su existencia, su vida pautada. Tal como elabora la receta, su ansiedad va calmándose, y sabe que cuando los bollos estén listos unas horas después y tome uno calentito entre sus manos y le dé un mordisco o lo parta por la mitad y lo tueste ligeramente y lo tenga en su paladar, toda su zozobra, se habrá convertido en humo y nada le vendrá tan cuesta arriba como antes de prepararlos. Sentirá lo mismo que si la abrazase Bjorg. La sentirá en ella, como se sienten en uno, los seres a los que se ha amado y que ya no están, y sabe que eso la hará sentir bien y el invierno no será tan invierno y la soledad del parque será menos soledad, y la idea de irse al trópico se desvanecerá hasta parecerle absurda, porque quien tuvo, tiene, y guarda en el corazón, que es donde se fijan para siempre los amores. Donde por esa razón la temperatura nunca cae en picado.  


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz