miércoles, 3 de abril de 2019

LAS MUDAS



«Porque la naturaleza será mi anclaje. 
Y nadie me hará daño.» 
—Robert W. Service—



Con tres días seguidos alojados en el Bombay Peggy’s advertimos como nuestras existencia necesitaba ya de la calma de un lugar sosegado a poder ser con cortinas opacas en las ventanas y sin ajetreo cuando anochece sin anochecer y la noche cae sin caer. Pensamos que la mejor opción era la pensión que acababan de abrir nuestros amigos Ben y Susan situada en la confluencia del río Yukon y Klondike y que resultaba ser un lugar formidable para tal fin. Alquilamos una de las habitaciones de su Bed and Breakfast, porque era lo idóneo para nosotros y también lo correcto, justo y respetuoso hacia ellos. Ben y Susan, nuestros amigos queridos de Yukon, estaban de estreno después de tres años de obras. Acababan de inaugurar un Bed and Breakfast en Dawson City después de haber reformado una vieja casa en la que como en todos los edificios del lugar el permafrost había causado estragos en la construcción. De modo que desde hacía unas semanas su domicilio familiar era también una pequeña pensión de tres dormitorios con una salita de estar en cada uno en la que servían los desayunos. En esa primavera, Ben y Susan, habían mudado dejando atrás una clase de vida por otra, convirtiéndose en hospederos, en la misma época en que los osos polares mudan su pelaje, reemplazando su abrigo blanco de invierno por el abrigo negro de verano mientras se dirigen desde el Ártico a las Montañas Rocosas de Canadá para pasar el verano en sus valles. Alberto y yo nos preguntamos: ¿si es inevitable la muda en cada uno de nosotros? ¿Si mudar es lo mejor que nos puede pasar? ¿Si todos en mayor o menor medida dejamos atrás algo cada vez que llega a nuestra vida una primavera? ¿Y si acaso hay algo sí somos capaces de identificarlo, ponerle nombre y nombrarlo en voz alta? ¿O si por el contrario, aunque llegue la primavera, no hay nada en nuestra existencia de lo que nos sea menester desprendernos para llegar al verano? Intentamos responder a esas cuestiones que habían surgido al cruzar la puerta de la nueva pensión y también hablamos, obviamente, de la muda de nuestros anfitriones, mientras nos instalábamos en la habitación Azafrán, la única para dos personas. Una estancia de tan bonita, sorprendente e inesperada por esos pagos. Era evidente que Ben y Susan habían hecho un enorme trabajo y también un gran esfuerzo en la reconversión del lugar. Recordamos cómo era el lugar antes de pasar ellos por allí y no podíamos no pensar que Ben y Susan a nuestros ojos tenían las hechuras de los héroes de la frontera. De hecho, eran héroes de la frontera. Habían dejado una vida moderna y convencional en Vancouver y se habían convertido de la noche a la mañana en unos aventureros, emulando consciente o inconscientemente a los antiguos pioneros. No les había llevado hasta Dawson City la fiebre del oro pero sí muy probablemente su fervor por Robert W. Service, el poeta, como quizás a nosotros nos había llevado hasta allí la naturaleza en su estado más libre y salvaje. Tras habernos instalado y frente a unas tazas de café tostado en el propio Yukon y unos panecillos de agujero de bala recién hechos, en la cocina del Bed and Breakfast, Ben y Susan dejaron de ser hospederos para ser simplemente Ben y Susan. Nuestros amigos. Los antiguos Ben y Susan. Nos reconfortó comprobar cómo sin esforzarse mucho podían volver a ser los mismos durante al menos una hora y alejar de su presente los quebraderos de cabeza propios de tener que sacar a flote, sí o sí, un negocio. Aun así observamos cómo se les tensaba el rostro cuando a sus oídos les llegaban los pasos de los otros huéspedes. Un huésped satisfecho es siempre dos huéspedes futuros. Creo que para ellos el único comentario relevante de la jornada o tal vez de todos los meses que habían quedado atrás fue el que hizo Alberto cuando les dijo abarcando con su mano toda la estancia y por ende toda la casa: «Esta es una de esas maravillas por las que vivir vale la pena. Buen trabajo». Al oír la opinión de mi marido, respiraron aliviados, fortalecidos, se miraron a los ojos y sonrieron, y no sonrieron ni de compromiso ni falsamente, lo hicieron de corazón. El trabajo había sido duro y más teniendo en cuenta que la obra la habían acometido ellos mismos, a mano, un día tras otro. Todo el proyecto resultaba brutal y en los ojos del otro era donde encontraban siempre el asidero y la paz. La opinión de Alberto, su parecer tenía el valor para Ben y Susan de la honestidad. Esa es la garantía de tratar y vivir con él.  Brindamos con un licor que Ben sacó de uno de los armarios, del que nos confesó que más valía no saber de qué estaba hecho. Brindamos por todo lo vivido, tanto lo bueno como lo malo, por las mudas y por lo que llega a nuestra vida gracias a ellas. Después nos dispusimos a preparar una barbacoa al estilo de Yukon, al estilo de los héroes de la frontera, para celebrar la amistad, el amor, la vida. Y, volvimos a brindar, por aquella tierra, por la vida libre y en plena naturaleza. «¡Para hacer de mi cuerpo un templo puro. En donde habito sereno. Para cuidar de las cosas que deben soportar lo sencillo, dulce y limpio. Para expulsar la envidia y el odio y la rabia. Para respirar sin alarma. Porque la naturaleza será mi anclaje. Y nadie me hará daño!», clamó a la noche sin luna, al sol de la noche, Susan.



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz