«Lo que amamos hacer, lo hacemos bien.
Saber no lo es todo, es sólo la mitad.
Amar es la otra mitad.»
—John Burroughs—
Le dije al oído: «Vamos a recoger la luna que está a punto de amanecer». Se lo dije quedamente, para que no despertase con brusquedad. Lo besé. Los besos son siempre reparadores. Me inventé una luna para él, la colgué del cielo para que iluminase un amanecer ficticio en aquella cama situada en un lugar donde en esos meses los días son de veinticuatro horas de luz y no existe la noche como tal. Estábamos hospedados en la curiosa posada Bombay Peggy’s de diez habitaciones, otrora burdel propiedad de Margaret Vera Dorval, donde en 1934 los veteranos podían beber un whisky tranquilamente y las chicas alquilar una habitación. El día anterior habíamos viajado durante muchos kilómetros, Alberto conducía y cuando nos detuvimos estaba francamente agotado. Yukon es infinito e infinitas son sus largas y solitarias carreteras por las que podrías estar conduciendo durante días sin cruzarte con nadie. Nos descuidamos admirando el paisaje y habitando el silencio, olvidamos parar, hacer un alto; y, no tuvimos más remedio que seguir hasta nuestro destino sin un estación intermedia. Yukon es uno de esos lugares que te cambian la percepción de la vida y que sabes que vas a echar de menos cuando ya no estés. Uno de esos lugares que crean del mismo modo adicción como añoranza, al menos en nosotros dos. Regresábamos de nuevo a Dawson City, como quien regresa a un sueño largamente acariciado y a cada kilómetro nos encontrábamos más lejos de Canadá y más cerca de Alaska. No íbamos en busca de Sam McGee, pero casi. Pero sabíamos que no tardaríamos en oír su historia, a través del poema de Robert William Service sin tener que estar en su cabaña, muy probablemente lo oiríamos alrededor de una hoguera, en una de las fantásticas barbacoas que son costumbre en estas tierras: «Hay cosas extrañas hechas en el sol de medianoche / por los hombres que claman oro. / Los senderos del Ártico tienen sus cuentos secretos / que harían que tu sangre se enfríe. / Las luces del norte ha visto cosas raras, / pero lo más extraño que alguna vez vieron / fue esa noche en la orilla del lago Lebarge. / Yo cremé a Sam McGee…» Alberto me besó y sonrío al despertar y en mí se hizo la vida. No había ni rastro de cansancio en él. «¡Oh! Sólo Dios sabe cuánto amo a este hombre. Cuán profundamente le amo», pensé. Nos levantamos. Teníamos muchas tareas por hacer y mucho amigos a los que visitar por sorpresa. Nadie sabía que estábamos allí en la habitación verde del Bombay Peggy’s en Dawson City. Además, dato importante: nos acaban de colgar en el pomo de la puerta de la habitación una bolsita con cruasanes recién hechos cortesía de la posada, como lo es el brownie y la copa de jerez por la noche en el salón. Y, si bien, ambos sabíamos que habíamos ido hasta Dawson City para sobrevolar la cordillera de Tombstone, también sabíamos que era la excusa perfecta para darnos el capricho de por unos días sentirnos unos pobladores más del lejano Oeste. Llamé a mi amiga Priscila, y al hacerlo, sabía que automáticamente la voz como una onda llegaría a unos cuantos amigos y que por la noche nos encontraríamos en el bar del Downtown Hotel delante del cóctel Sourtoe cantando aquello de: «Bébelo rápido, bébelo lentamente, los labios tienen que tocar el dedo del pie». Lo que no sabíamos, lo que desconocíamos e ignorábamos en aquella hora, era que el compañero de Priscila, Bill Lecavalier, nos invitaría a buscar pepitas de oro en el Bonanza Creek y lo más extravagante, sea por lo que fuere, llamémoslo suerte de primerizos, las encontraríamos. Eso sí, después de bastantes horas. En Bonanza Creek conocimos al viejo Malowe, un buscador de oro destentado y con la mirada más brillante y limpia que he visto jamás, que todavía buscaba a su edad el oro que en sus años vigorosos dejó en el arroyo. Con él nos echamos unas risas de buena gana. Riendo como estábamos contemplé a Alberto, le miré detenidamente y pensé: «Ahora mismo es el hombre más feliz de la Tierra». Como notando amorosamente mis ojos sobre él, se giró y me miró como sólo él me mira en todo el planeta. «El amor real ilumina el rostro de la misma manera en que se les iluminaba a los buscadores de oro al encontrar sus pepitas», pensé. El amor real no es sólo amar a un hombre o a una mujer es también amar cómo hace las cosas y qué actitud tiene en la vida. Yo amo la pasión con la que Alberto absorbe la vida y amo cómo se comporta. Malowe que nos estaba mirando fijamente nos indicó que le siguiésemos hasta un viejo chamizo en el que guardaba sus bártulos. Allí sacó una fotografía del bolsillo interior de un gastado impermeable y nos la mostró. Era una fotografía del mismo lugar, bastantes décadas antes, con una muchacha jovencísima de rostro estoico mirando a la cámara. «Mi amor. Mi vida», nos dijo y no le hizo añadir nada más. Lorena Malowe murió. No de escorbuto como se moría en plena fiebre del oro. Pero murió. La vida de buscador de oro era todo, menos idílica, y se cobraba su precio. Pero tanto Lorena Malowe como muchos otros amaban lo que hacían. Nunca se trató sólo de codicia. Aquella era una forma de vida, una pasión. Alberto le estrechó el hombro con su mano, en ese lenguaje de gestos que poseen los hombres salvajes y honestos. Yo que les observaba en silencio, les miré desde la perspectiva de una mujer del siglo XXI y no puede no apreciar el valor y la belleza que poseen esa clase de hombres. El aplomo y la integridad que irradian como consecuencia de hacer las cosas bien y amar aquello que hacen cada día de su vida, aunque nadie les mire. Detrás de mí alguien silbó y un perro pasó corriendo a mi lado. Quien fuese que había silbado, le llamó: «Puck, Puck». Unas horas después regresamos al Bombay Peggy’s. Dawson City es comparable a nada. Lo sabíamos. Éramos felices porque en ese lugar tan apartado de todo, en que sus gentes son entrañables, respetuosas y tremendamente hospitalarias y acogedoras, cada uno de sus habitantes tiene una historia por contar, y te la cuenta, y nosotros dos amamos las historias.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz