martes, 26 de febrero de 2019

MUJERES EN PUNTO MUERTO



«Tienes que hacer lo que no puedas dejar de hacer.»
—David Mitchell—



Todo empezó con un bombón. Exactamente con un bombón de chocolate con leche relleno de trocitos de cereal envueltos en un fundible interior de crema de chocolate. Primero con uno, después con dos, y luego con tres, cuatro, cinco, seis y siete. Le sorprendió al ir a coger el octavo, no encontrarlo. Le sorprendió la caja vacía. Le sorprendió que sólo hubiese siete. «Siete», se dijo. «Siete», volvió a repetirse. Tenía la caja sobre la mesa donde estaba hojeando el catálogo de semillas para plantar en la primavera de Manitoba. Se levantó y se dirigió hacia la ventana, la abrió de par en par, sin importarle que afuera estuviese nevando lentamente. Se desnudó frente a la ventana abierta y desnuda caminó hacia el dormitorio. Allí, abrió el armario y sin vacilar descolgó la palomilla de la que pendía su vestido de terciopelo rojo sin mangas. Era su preferido. Lo había sido y lo seguía siendo. Sin mirar, lanzó la palomilla sobre la cama y se enfundó el vestido. El roce del terciopelo sobre su piel desnuda la hizo estremecer. La caricia del terciopelo siempre la había hecho sentir diosa. Regresó a la ventana abierta. Sentirse y saberse completamente desnuda debajo del vestido la excitaba, sobre todo al andar. Miró hacia el horizonte, respiró profundamente, se dirigió hacia la puerta de la casa, la abrió y salió, tal cual, sin abrigarse, sin echarse encima ninguna prenda. Enfiló el sendero que salía de la finca y luego el camino al otro lado de la verja. Caminó por el camino, sobre la nieve, mientras nevaba, hasta que se perdió de la vista de la casa y se esfumó a la vista de todos. Gaynor se evaporó con su vestido rojo de terciopelo. Más no se supo de ella y se puede llegar a pensar que el detonador fueron los bombones o quizás el número siete, si no se quiere ir más allá, y, preguntarse desde cuando Gaynor estaba tan harta como para dejarlo todo tras de sí y retomar las riendas de su existencia, recobrar su vida, decidir por ella, dejar de ser una mujer en punto muerto. Todo empezó con un bombón. Exactamente con una crujiente almendra cubierta de un irresistible y cremoso chocolate con leche. Juno estuvo mirándolo tras quitarle el envoltorio dorado y depositarlo sobre la palma de su mano izquierda. Lo contemplaba como quien sopesa un dilema. Pros y contras. Observándola, se podía deducir que lo que sopesaba era algo que estaba más allá del bombón. El bombón solamente había captado su mirada, no su pensamiento, que andaba loco de un lado a otro. Reparando en la frente de Juno podía verse en sus pliegues como éstos corrían. En un instante comprendido entre las tres y media y las cuatro menos cuarto de una tarde de invierno, Juno, frunció el ceño y luego lo relajó, la frente quedó plana como plana queda la hoja en la que se ha resuelto una ecuación. Juno se llevó el bombón a la boca, se echó hacia atrás y se apoyó en el respaldo del banco. Degustó el bombón, notó el chocolate fundirse en su paladar, luego masticó la almendra con deleite con sus pequeños dientes de roedora. Sonrió. Tomó el envoltorio dorado y lo estrujo, hizo con él una pequeña bolita. La lanzó lejos. Se fijó en como caía y rodaba por la superficie pulida del pavimento. Se levantó. Volvió a sonreír para sus adentros. Se advertía en su sonrisa cierto grado de magnificencia. Parecía sentirse dueña de sí y de todo su alrededor. De haberle preguntado si sentía reina, seguramente habría contestado que sí. Estaba dispuesta en ánimo, intención, espíritu y presencia y llevaba en la mirada la determinación de quien sabe que acaba de decidir no el próximo minuto, ni la siguiente hora, sino el tiempo comprendido en la palabra futuro. Cuando el envoltorio dorado volvió a tomar carrerilla sobre el pavimento por el impulso del fuerte viento de las praderas que acaba de levantarse, Juno, ya no estaba, andaba lejos con su determinación, su experiencia y todo su ser. Más no se supo de ella y se puede llegar a pensar que el detonador fue el bombón o quizás la almendra crujiente, si no se quiere ir más allá, y, preguntarse desde cuando Juno estaba tan harta como para dejarlo todo tras de sí y retomar las riendas de su existencia, recobrar su vida, decidir por ella, dejar de ser una mujer en punto muerto. Todo empezó con un bombón. Exactamente con un bombón de cremoso chocolate cubierto de chocolate con leche con una delicada nota de chocolate blanco. Piper, compró un cucurucho de bombones de camino del asilo de Winnipeg donde cada jueves iba a visitar a su madre, y, aquel día no pudo evitar comerse uno, en vez de reservarlos todos para su progenitora, contraviniendo así, su propia prohibición. Aunque pueda parecer extraño hasta ese momento jamás se había saltado la norma que ella misma se había autoimpuesto de no comer dulces en día de cada día. Una vez franqueó la barrera de lo poco conveniente que eran sus labios, Piper, advirtió con placer como el bombón se disolvía en su interior, en cada centímetro de su cuerpo, no sólo en su boca, y, a la par, notó como los ojos se le inundaban de lágrimas y como éstas con alivio corrían por sus mejillas. Piper se vio a sí misma llorar sin llorar. Lloraba sorda y quedamente. Se vio introducir de nuevo la mano en el cucurucho y tomar entre sus dedos otro bombón que se metió sin pensárselo en la boca. Lloraba y comía y una mezcla de voluptuosidad y desahogo le recorría todo el cuerpo desde la coronilla hasta los dedos de los pies. Pasó por delante del asilo y no se detuvo, pasó una, dos y tres veces, a la cuarta entró echa un mar de chocolate y lágrimas. Un tiempo cortito después salió y con un brío desconocido, sintiéndose poderosa y soberana, silbó a un taxi que pasaba y le detuvo más con la fuerza de sus hombros y de sus recias piernas que con aspavientos. Piper apretó el paso hacia el taxi, abrió la portezuela de atrás y cuidadosamente como quien maneja material muy frágil sentó a su madre, le levantó cada una de las piernas con sumo cuidado hasta que ésta quedó instalada cómodamente. Seguidamente, Piper subió delante y el taxista bajó la bandera y circuló. Más no se supo de ella y se puede llegar a pensar que el detonador fue el bombón o quizás el incumplir su propia prohibición, si no se quiere ir más allá, y, preguntarse desde cuando Piper estaba tan harta como para dejarlo todo tras de sí y retomar las riendas de su existencia, recobrar su vida, decidir por ella, dejar de ser una mujer en punto muerto.



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz