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martes, 29 de enero de 2019

ESE CIELO DE ENERO, LO ES



«Porque hasta la última fibra de su ser estaba despierto. 
Sus mentes gritaban victoriosas, sus brazos y 
piernas querían nuevos retos, más conquistas, otras glorias.» 
—Dave Eggers—



Es imposible no amar la vida, no amar el invierno al contemplar el cielo estrellado de enero. Es imposible sentirse infeliz ante el baile de las estrellas tintineantes. Enero acaba. Enero con su ritmo vertiginoso y trepidante termina. Se aleja de nosotros el mes que resulta ser el más largo y el que paradójicamente comienza más tarde que ningún otro, presa de los últimos brillos y licores de la Navidad. Enero da para mucho y, en cierto modo, sienta las bases del año. Y si bien, no es determinante, sí que como prólogo puede cautivarte o todo lo contrario. Este enero como habitualmente me ocurre con casi todos los eneros me ha escrito en prosa un prólogo que podría calificar de acicate, reafirmándose tanto en mis fortalezas como en mis debilidades. Sus párrafos han sido estimulantes e interesantísimos, y han espoleado la disposición hacia la vida que me es dada de por sí por mi carácter, mi buen ánimo y mi genio optimista. La vitalidad de este enero me ha llenado de dicha y su ritmo desafiante de esperanza. Lo he sentido como amigo y no como enemigo. Lo he percibido como se percibe al aliado que va a tu compás. En estas semanas el tiempo se ha prolongado en mí. Enero me ha cundido. El tiempo de enero me ha cundido, y que me cunda el tiempo y la vida me hace feliz. He acometido unos cuantos proyectos, he resuelto con osadía más que con brillantez los dificultades y dudas que se han presentado en mi caminar e incluso me he abierto la cabeza y no de pensar. Con todo, puedo decir que enero y el Universo o el Universo en enero han conspirado a mi favor. ¡Oh! Sí, lectores míos, retomo el dato de abrirme la cabeza y no de pensar, puesto que la naturaleza me ha bautizado en este mes como uno de los suyos con un baño de sangre. ¡Ay, qué exagerada soy, a veces! Pero cierto es que a mediados de mes, fue el bosque nevado quien probó la dureza de mi mollera, abriéndome una brecha que no la crisma cuando paseaba por él, a través de una rama que cedió por el peso de la nieve. No sentí ningún tipo de dolor, sólo noté repentinamente un golpe seco en un punto de la cabeza, —que extrañamente no me dejó conmocionada—, y el sonido de una rama considerable cayendo a mi lado. Me quedé embelesada mirando la rama como si sólo ella y yo estuviésemos en el mundo. Miraba la rama, lo hermosa que era, todavía tenía algún brote verde que el invierno no había podido devorar. Eso era lo que pensaba cuando oí la voz de Alberto anunciándome que la sangre surcaba no sólo mi cabeza sino mi rostro. Fue entonces cuando me llevé las manos a la cabeza y pude comprobar al mirármelas como las tenía cubiertas de sangre. Estaba asombrada. Me encontré en ese momento a mí misma entre fascinada y asombrada y pensé dos cosas, lo recuerdo bien; una: «¡Oh! El bosque me acaba de abrir la cabeza»; y dos: «¿Tendrán que ponerme la vacuna del tétano?» No sé por qué absurdamente pensé en el tétano, supongo que fue porque de niños era en lo primero en qué pensábamos cuando corriendo por Caótica nos caíamos. La inyección, es decir, la vacuna para el tétano y la palabra: «Tétano» nos hechizaba. Puesto que a quien se le ponían era como si pasase a otro nivel y obtenía de inmediato la consideración y el favor de los otros, también de los adultos. Décadas después me encontraba en un bosque de Canadá pensando lo mismo y fue lo primero que le pregunté a Alberto cuando miró la brecha que tenía en la cabeza. En otras circunstancias sé que muy probablemente me hubiese caído en redondo. Me hubiese desplomado, pero algo tenía el bosque de Manitoba que me sostenía feliz. Sí, feliz. Me sentía parte de su todo, el todo de la naturaleza. Minutos después pensé que los bretes en los que se ve inmerso cualquier aventurero forman parte de la aventura como sus parabienes. En los parabienes te formas en los bretes te transformas, pensé. Reí. Mientras me curaban y yo sujetaba un paño en la frente para que la sangre se detuviese en él: reí y me sentí fantástica. «Ya eres una más del bosque», me dijo Alberto. «Lo sé», le contesté. Quince días después la brecha ha cicatrizado sin problema para convertirse en el chascarrillo del mes, un recuerdo más, y lo verdaderamente importante de enero ha sido la disposición, el ánimo. Redescubrir y preguntarme cuánto tiene de importante para nuestro destino la disposición o el ánimo con el que acogemos lo que nos pasa, cuánto influye la actitud en nuestra evolución como personas. No sé si la disposición y el ánimo es lo único sobre lo que podemos gobernar. Y no me refiero a cómo encaramos un corte en la cabeza. No. Me estoy refiriendo a todo, a cómo nos enfrentamos a cada una de las cosas que nos suceden, a cada una de las experiencias que nuestro ser asimila, a cada uno de los caminos que emprendemos y a los hitos y recodos que nos encontramos en ellos. A eso me refiero. No sé cuán de definitiva es la disposición y el ánimo. Lo que sí que sé es que la disposición nace de las fortalezas que pueblan nuestra vida. Estoy completamente convencida. A mayor número de fortalezas o cuanto más claras y definidas tengamos las que verdaderamente poseemos, o sea, las sólidas, mejor disposición y ánimo tendremos para las embestidas de la vida, tanto para las buenas como para las malas. Evidentemente entre mis mayores fortalezas está lo salvaje y libre, lo natural, la naturaleza de la que formo parte y de la que no me puedo alejar, puesto que me hace sentir bien, más viva que nada, enérgica; y, por supuesto, también están entre ellas las estrellas. Verlas brillar. Tener el privilegio de noche tras noche poder contemplar su danza nocturna es parte de mis fortalezas como el cielo de enero, lo es.


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

jueves, 24 de enero de 2019

UN ENVÍO DESDE DAWSON CITY



«La naturaleza la tenemos siempre con nosotros, 
es una mina inagotable de aquello que conmueve al corazón. » 
—John Burroughs—



Hoy es uno de esos días invernal a más no poder. La temperatura se ha desplomado de nuevo y sopla el viento más de lo habitual. La ventisca azota estos pagos. Hoy es uno de esos días del país del frío que inventé para La viajera en el camino. Y me gusta. El planeta se vuelve inmenso, inabarcable y todavía más solitario, y los humanos en días como estos podemos tomar conciencia como nunca de que tan solo somos partículas ínfimas en suspensión. Eso es lo que me gusta de los días de viento: el sentirme minúscula, y a la vez, valiente e intrépida. Lo primero que he hecho al despertar ha sido pasar revista a la casa, amo las casas grandes que requieren de ti una puesta a punto diaria, en plan: «Atiéndeme: si no pones en mí de tu parte no seré tu refugio», he comprobado los pestillos, la ventilación y he atizado el fuego que en esta época arde noche y día en una chimenea a la que todavía en este invierno le queda alguna que otra cuerda de leña por quemar. Seguidamente he preparado un desayuno rico y copioso para dos y al terminar me he calzado las botas dobles y las raquetas para salir al exterior a que el viento por un ratito casi que insignificante revitalizase mi cara y mi cuerpo. El viento me hace sentir viva como nada ni nadie y con él me avengo como con ningún otro elemento. Anhelante estaba, como todas las mañanas en mitad de la nada de Manitoba, de poder divisar cualquier animal mirándome de hito a hito. Esta mañana concretamente habría dado todo lo que tengo para que apareciese delante de mí una libre de invierno y verla. Sé que de haberla visto, de haberme encontrado con ella, me hubiese dibujado una sonrisa en el rostro para todo el día. Pero hay días en que el Universo no accede a concedernos los caprichos deseados, así que he decidido acercarme hasta el buzón, —donde una vez a la semana el cartero con su moto de nieve deja las cartas y paquetes—, antes de arrastrar los pies hacia el interior de la casa y quitarme de encima los ropajes que mantienen aislado mi cuerpo y mi corazón del invierno glacial. Al regresar a la casa desde el buzón de correos debo de confesar que ya me había cambiado el humor. No hay nada más triste que un buzón de correos vacío, por tanto, como el mío estaba a rebosar de paquetes, al cruzar el umbral me encontraba con el ánimo de una niña el día de su cumpleaños. Tenía los pulmones henchidos de felicidad, tanta, que bien habría podido ponerme a inflar globos para decorar la casa, pero no, una ya no tiene edad. De entre todos los paquetes uno ha sido el que me ha hecho sonreír extasiada, porque llevaba en su interior un amuleto que me envía mi amiga Priscila desde Yukón, exactamente desde Dawson City, pueblo del que me enamoré perdidamente este verano cuando estuvimos allí, Alberto y yo. Mi amiga Priscila en su pequeña casa del oeste, al oeste de todo, cada verano comienza a seleccionar la madera para tallar amuletos de la vida y tenerlos listos en Navidad y año nuevo. Y los talla según tú eres, es decir, mi amiga Priscila te observa, te intuye y plasma en madera lo que ha entrevisto de ti, fabricándote un amuleto de la vida adrede. De los amuletos de la vida como de personas no hay dos de iguales. Al abrir el paquete y verlo he recordado que en verano me dijo: «Te labraré uno para ti. Al invierno. Si alguien me lo encarga como un regalo para ti. Debe ser así. No hay otra forma. Es un deseo. De alguien para ti. Para que funcione». Ella hablaba de ese modo, así, con palabras antiguas y pausadamente. Separando sus pensamientos y las palabras que los forman por puntos e inspiraciones de aire, como si estuviese pensando en otra cosa, y de pronto se hubiese olvidado de que está diciéndote algo, de que estás allí, para segundos después retomar la conversación. Priscila tiene algo de chamana a mi entender. «Tengo que leerte. En mi imaginación. Para crear un amuleto para ti. Tengo que leerte como si estuviese leyendo tu piel. Puesto que aunque no lo creas. Nuestra historia está tatuada en ella. Luego tallare. Te lo envío. A Manitoba. Si ese es el deseo de alguien para ti», me explicó más detalladamente. También me dijo: «El amuleto de la vida. Debes ponerlo. A los pies de tu cama. No debes enseñárselo a nadie. Y si alguien. Lo ve. No le digas nunca que es un amuleto. Sólo puede verlo quien lo haya deseado para ti. Puedes hablar de él. No puedes mostrárselo a nadie». Y esta mañana al tener el amuleto en mis manos, después de besarlo, arroparlo en cierta manera al abrigo de mi cuerpo, notar su energía, y colocarlo a los pies de la cama, he comprendido de repente, sin mediar ninguna explicación, sólo con la intuición y la experiencia de la vida, por qué los amuletos son como una larga carta de amor de la naturaleza a nosotros mismos concentrada en un solo objeto. Y, exactamente, porque sabemos y conocemos el poder de la naturaleza aun si comprender realmente lo que abarca, depositamos nuestra fe y nuestra esperanza en ella y en los amuletos que a nuestra mirada la representan.



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

martes, 22 de enero de 2019

SIMETRÍA



«Viéndome me dije: “Susan, no te conviertas en una 
persona de la que te avergüences…” No he decepcionado a 
esa niña, no he acabado siendo como aquellos 
adultos a los que oía lamentarse de todo lo que hicieron.» 
—Susan Sontag—
           

Cuando la conocí el día era como el día de hoy, un día gélido de enero. Yo acaba de entrar en el colmado y ella tenía entre sus manos un par de calcetines de lana gruesa tejidos a mano y los observaba como si fuesen un objeto que su mente no pudiese identificar, la reconocí inmediatamente. Sus cejas enarcadas, preguntaban mudas: «¿Para qué demonios es esto?» Pensé que evidentemente tenía la cabeza en otra parte y que sus pensamientos no se correspondían con su ubicación en la tienda y mucho menos con los calcetines. No la conocía en persona, —pero había pensado tanto en ella, había oído hablar tanto sobre ella, había admirado tantísimo su trabajo para convertirse en quien era, y secretamente siempre me había preguntado de dónde había sacado las agallas para lograr alcanzar con determinación, talento y perseverancia sus sueños—, que al verla por vez primera, sentí algo parecido a familiaridad, como si la conociese de una vida pasada, que bien podría ser tan solo unas décadas atrás. Lo cierto es que tuve la sensación al tenerla delante de que me remontaba alguna otra parte y alguna otra época. Y como digo: aunque la sensación fue de familiaridad, no lo fue de tranquilidad, lo cierto es que se me aceleró el corazón y sentí los pulmones a punto de estallar. Supongo que me pasó como al recio explorador que cuando llega al objetivo ansiado casi que sucumbe de la emoción. «Cuando uno tiene cerca lo que tanto desea es factible que te de un patatús.» Oí la voz de mi padre, colándose en el momento y me di cuenta de que estaba sosteniendo una taza de hojalata para el café con la misma cara de extrañeza con la que ella sostenía el par de calcetines. «Nunca sé si esas tazas pueden utilizarse en el microondas, ¿pueden?», me preguntó. Creí sonrojarme y quise evaporarme o morir, lo que fuese más rápido, y no sé de dónde saqué la gallardía para contestarle: «No. Son sólo para verter el café.» «Una lástima, pues», respondió. «Sí, lo es», le indiqué y sonreí para mis adentros. «¿De qué te ríes?», me preguntó. «No sé. Ha sido extraño.» «¿El qué?», me dijo, interrogándome divertida con la mirada. «Esto. Nunca pensé que te conocería en persona; y ni muchos menos así, con esta facilidad», le dije. «No nos conocemos», me contestó. «Es evidente. Quería decir que nunca imagine hablar en persona contigo y mucho menos sobre una taza de café. A eso me refería». «Lo sé», me indicó y rio con franqueza y los ojos se le iluminaron coloreando sus mejillas. «¿Qué estás pensando? Frunces el ceño», me dijo. «No me conoces, no sabes si habitualmente frunzo el ceño», le respondí. «Cierto es, al menos aparentemente», contestó. «Pero, dime, confiesa: ¿qué estás pensando?» «¿Que no sé si eres en persona todavía más avispada que en tu literatura o es que te gusta tomarle el pelo a la gente, como una forma de pasártelo bien?», le indiqué. «¡Vaya, eso sí que es disparar al corazón!», me contestó. «No me desternilles, no seas exagerada. No te pega», le dije. «Vamos. Te invito a tomar un chocolate caliente», me dijo sonriendo. «No voy con desconocidas», le respondí. «Está bien. Soy tú de niña, lo sabes bien. ¿Quieres venir conmigo a tomar un chocolate caliente?», me dijo, tendiéndome la mano. Estaba a punto de estallarme la cabeza, un dolor horrible se había presentado como el peor de los invitados o quizás el salvador. «Discúlpame. Pero va a ser que no.» «¡No puede ser! ¿Rechazas mi invitación? ¡Me estás destruyendo y ni tan siquiera sé cuáles son tu sueños a día de hoy!», me respondió alarmada. Me eché a reír. Era una niña fascinante. Protestona y preguntona. Supuse de las que les costaba admitir el no como respuesta, a no ser que fuese acompañado de argumentos convincentes. Pensé que ella y su obra eran indisociables. Su obra era el fiel reflejo de su carácter o al revés, daba igual. Advertí en su mirada y en su forma de desenvolverse la tenacidad con la que había inventado y escrito cada una de sus historias. Su orgullo y su disposición. También observé que en ella habitaba la simetría, la paz y el valor de aquellos que son lo que han ansiado ser. Diecinueve millones de chocolates calientes después sé que nunca jamás admitirá un no sin explicación, como también sé que nunca jamás se va a conformar con lo fácil. Ahora está durmiendo en la habitación de arriba, aquí en Manitoba, se ha instalado a vivir, tal como es ella, a sus anchas convirtiendo un lugar en su refugio y su hogar mientras pueda escribir cada día de su vida. Quiere concretar la forma exacta de un copo de nieve. Esa fue su explicación cuando llamo a la puerta: «Vengo a concretar la forma exacta de un copo de nieve. ¿Dónde me instalo en el sofá o tienes para mí una cama libre?»



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz


El colmado de Manitoba

lunes, 21 de enero de 2019

LOBAS


«Alguna vez de un costado de la luna 
verás caer los besos que brillan en mí.» 
—Alejandra Pizarnik—



Si algo he aprendido en los sábados de estos últimos siete meses, aquí en Manitoba, en la cocina de Margot y también en la mía propia, es que en cada plato que se cocina o en cada tarta que se elabora cada uno de los ingredientes, desde el más insustancial al más sustancial y desde el más minúsculo al mayor, es determinante a la hora del resultado final hasta un límite insospechado. Saben los amantes de los fogones cuán de cierto hay en ello, pues los olvidos, las desmesuras y los desatinos en la cocina tienen un alto precio, que a veces ni la habilidad de resolver y reaccionar, es decir, el oficio, es suficiente para salvar la honra. La cocina es una grandísima escuela para todo y también para aprender algo de una importancia vital para crecer como personas, pues en ella se aprende como en ningún otro lugar a desistir, a tirar y a comenzar de nuevo. Y un día tras otro te hace beber de la humildad, como te hace dudar de lo que sabes, sintiéndote un eterno aprendiz, algo que también sucede al escribir. Muy probablemente es esto lo que más sorprende a quien se aproxima a la cocina siendo contador de historias, ya que es increíble lo mucho que se parece el oficio de contar al de cocinar. Ambos ansían con el resultado de mezclar una serie de ingredientes la felicidad de los otros. El acto íntimo, concentrado y solitario que es escribir y cocinar busca siempre esos ojos alzados al cielo por complacencia del lector y del comensal; busca alimentar el hambre de historias y de sustento del otro; busca curarle sino los males, sí las heridas, en la medida de lo posible, a quien degusta el libro y el plato. La creación y elaboración de un producto final, del mismo modo, para quien escribe como para quien cocina, es un trasvase de energía hacia el resto, y es más que evidente, que el talento, amor y generosidad como la satisfacción y el estado de realización del que escribe o cocina, del hacedor de historias y platos, se traslada a la parcela más sensitiva del tercero. En estos últimos meses en que en mí, la escritura y la cocina, se han entrelazado y hermanado, muchos han sido los momentos en que al escribir he tenido ganas de salir corriendo hacia la cocina o al cocinar, como ya he mencionado en alguna que otra ocasión, me han asaltado los pensamientos vagabundos y los he tenido que asir con las manos llenas de harina a mi piel para algunas medias horas después escribirlos en un papel. En esa tesitura me vi ayer, —al atardecer—, mientras preparaba una tarta de almendra con arándanos. De pronto, noté el peso de un pensamiento instalándose en mi cuerpo, con su característica insistencia descarada, advirtiéndome sin advertir: «Heme aquí, préstame toda tu atención.» No lo hice, seguí elaborando la tarta, sabiendo como sé que el pensamiento iría tomando forma mientras mezclaba ingredientes. Sabía que incluso olvidándome de él, él haría su trabajo silencioso. Le dejé hacer, porque yo andaba absorta en la tarta y también en la inmensa luna llena, una súper luna sin filtros y más pegadita a la tierra que nunca, una luna de sangre que se asomaba sobre la pradera de Manitoba. Al verla, la saludé: «Hola, luna lunera. Hola, bonita, ya vuelves a salir para todas nosotras.» Estaba a esa hora ya: hermosa, espléndida, e iría a más. Y yo en aquella cocina me sentía porosa a su influjo, más fértil, más pasional, más permeable y vulnerable a los sentidos, a las caricias y a los sentimientos. Notaba como cada centímetro de mi cuerpo y cada átomo de mi ser tomaban la batuta y me contaban las razones por las que ser mujer es algo que trasciende a lo común y mortal y se eleva a lo universal. Y sabía que otras muchas como yo, en todas partes y en todos los lugares del mundo, en ese instante
estaban sintiendo lo mismo y preferían aguardar a solas, en silencio, a la luna, sin ningún estorbo, concentradas en sí mismas y en sus tareas que estar en otra cosa y con otra gente. Porque cuando la luna está así, las mujeres somos todavía más los que somos, una parte importantísima de la naturaleza, y la luna que no conoce ni de especies ni de razas, sólo de hembras, nos agrupa a todas a su alrededor. Es la luna quien hace que el mundo gire, florezca, nazca y renazca. Y nosotras somos parte de su fuerza, de su misterio, de su latido y de su poder. Terminé la tarta, la puse en el horno, preparé unos Mito y los gratiné, me serví una copa de vino y me senté tras el ventanal mirando al exterior, esperándola, con la cabeza apoyada sobre el hombro derecho. No iba a convertirme en mujer loba, pero sí que sabía que esa noche mi cuerpo recogería toda su fuerza salvaje y libre para seguir adelante, como millones de hembras lo han hecho siempre.


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz



Preparación del «Mito»: cortar unas rebanadas de pan rústico, condimentarlas con aceite y sal, seguidamente untarlas de tomate y añadir encima trocitos de pavo, jamón york o pollo (a elegir) y atún, sumarle encima una rodaja de tomate fresco y sobre la rodaja una loncha del mismo pavo, jamón york o pollo que se ha utilizado antes. Cubrirlo de queso rallado (a poder ser queso de oveja viejo o con carácter). Colocar en una bandeja papel sulfurizado (papel de horno), disponer los «Mito» en la bandeja y  gratinarlos en el horno al gusto.


Mito

La luna hace unas horitas sobre la pradera de Manitoba  20 de enero de 2019 a la 23:46 horas


martes, 15 de enero de 2019

NO ES TIERRA DE COBARDES



«¿Caminar a oscuras? 
Cada noche, Paul, alguien camina a oscuras.» 
—Dave Eggers—




Hay algo extraordinario en esto. En estar vivo al acabar el día. Cada día. Un día y luego, el siguiente. El pasado día diez murió Jim, ―el capataz del rancho de Margot―, un tipo amable, de trato afable, con las hechuras de un viejo vaquero del Oeste, de semblante parecido al de John Wayne, que te saludaba siempre tocándose el ala del sombrero y siempre tenía una sonrisa y tiempo para ti. Uno de los últimos deseos que formuló Jim para todos fue que cada uno de nosotros tuviese un venturoso año nuevo, pero no de pasada, ni por quedar bien. Él no hablaba por hablar, él se paraba delante de ti y te hablaba con franqueza, mirándote a los ojos, y dándote a entender que en ese momento para él lo importante eras tú. Era imposible no tenerle cariño, no sentir afecto por él. A Jim le gustaba su trabajo en el rancho de Margot, sentía un inmenso amor por los animales y por vivir la vida al aire libre pero era mayor el profundo aprecio que sentía por la gente, por confraternizar y compartir. La muerte de Jim nos sacudió a todos, ocurrió de repente cuando todavía no había amanecido el día diez del año recién estrenado, mientras unos dormían profundamente, otros se daban la vuelta en la cama y se arrebujaban con la colcha, otros desayunaban y otros muy probablemente acababan de acostarse o todavía no lo habían hecho, porque mientras dormimos siempre hay alguien que por alguna razón, en alguna parte camina a oscuras en la noche, en todos los lugares del planeta. Siempre. Y a veces, como en el caso de Jim, es la muerte quien camina en la oscuridad hacia algún lugar. La muerte y la vida nunca se detienen. Al enterarme de la muerte de Jim pensé, tal vez egoístamente, que nadie debería morir el día diez del año. Morirse el día diez es una soberana faena. Es la peor de las formas de marcar el año. Por el retrete se van todos los buenos auspicios y deseos de los últimos días. Alguien los tira por el retrete y luego estira la cadena y fin de la fiesta. Se acabó lo que se daba. ¡Bienvenidos a la vida real! Y también pensé que Jim de ser sabedor del día y la hora de su muerte hubiese golpeado con el tacón de su bota el suelo y hubiese lanzado el aire un improperio, no por morirse sino por su desconsideración hacia la comunidad, por cómo su muerte en aquel día, recién acabadas las Navidades, afectaría a la vida de los que le amaban. Puesto que él no era un tipo de hacerle faenas a la gente, ni mucho menos de erguirse como protagonista de nada, para querer alzarse con el papel de protagonista del primer drama del año. «Pero por favor, seamos sensatos.» Sí, esa es exactamente la frase que Jim hubiese dicho de haber sabido lo que el destino le tenía preparado. Me reí al imaginármelo. La risa siempre es el antídoto. Uno ríe para recuperar la vida, ríe para que la vida detenida se vuelva a poner en marcha, ríe para infundirse valor y recobrar el aliento. Me imaginé riéndome con Jim, apoyados en la valla del rancho, y sentí que la fragilidad a la que nos aboca la muerte de los otros se esfumaba. Y fui consiente de cuánto valor hay que tener para seguir viviendo entre tanta fragilidad pero también entre tanta maravilla, ante lo extraordinario de todo esto, de todo lo que habitamos y habita en nosotros sabiendo como sabemos que tarde o temprano lo abandonaremos. En estos momentos, unos días después de saber que Jim murió, de saber que nunca más voy a encontrármelo en mi caminar, me reafirmo en ello: nadie debería morirse el día diez, nadie debería ante su falta hacer que nos enfrentemos a nuestros demonios el día diez del año, es demasiado cruel, y todavía es demasiado pronto, ya que todo en cierto modo acaba de comenzar. A Jim lo enterramos en mitad de la llanura nevada, en un lugar donde en primavera y en verano el viento de estas tierras le susurrara al oído leyendas de los viejos vaqueros. Descansa allí, bajo una losa, cuya inscripción reza: «El principio es el valor.» Algo muy de Jim, muy de los hombres como Jim, para las cuales el valor, no tener miedo, es sencillamente la única forma posible de avanzar, de estar en el mundo, de vivir. Y esta no es tierra de cobardes.



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

domingo, 13 de enero de 2019

PROPÓSITO


«En nuestro interior hay un propósito fuerte, 
firme, y si fracasamos en llevarlo a cabo, 
nos habremos perdido para siempre.» 
—Carson McCullers—


Muy probablemente en estas Navidades he elaborado más galletas que en toda mi vida. Uno de los sábados en la cocina de Margot, recuperamos un recetario de repostería de una de las pastelerías más antiguas de toda Manitoba, y a Margot se le ocurrió la idea de adjudicarnos una receta a cada una de nosotras no con el fin de que la lleváramos a cabo a rajatabla sino con el fin de que partiendo de la receta creásemos nuestra propia versión. Nos dijo: «Y ahora chicas vamos a versionar porque la cocina debe ser ante todo diversión». Así que durante días desarrollé distintas elaboraciones con diferentes ingredientes hasta encontrar mi propio sabor para mis galletas. Unas galletas que por cierto, tienen nombre ya: Otra más. Margot y las chicas se lo adjudicaron al probarlas pues fue ése el primer comentario que hicieron al comérselas, ya que dejan muy buen paladar y ganas de más. Mientras ideaba mi receta secreta de galletas y toda yo iba embadurnada de harina y tenía las manos en la masa, vino a mi uno de esos pensamientos vagabundos que como al caminar también me asaltan al cocinar. El pensamiento me asaltó en forma de una imagen de una tienda cuyo mostrador, estanterías y cajones eran todos de madera de color caoba. La imagen preciosa y dorada que se presentó ante mí pertenecía, —lo supe, tirando de memoria—, a la tienda donde mi abuelo Miguel me llevó con ocho años a comprarme una máquina de escribir. Mi primera máquina de escribir. Casi que estaba más empeñado él en que fuese escritora que yo misma. Bueno, digamos que él era más práctico, y si yo quería ser escritora lo lógico era empezar por el principio, entonces me compró una máquina de escribir; y en ese acto de mi abuelo hacia mí, en ese regalo y también por qué no en esa tienda, está la raíz de todas mis historias. Mi abuelo me dio las alas y volé. Y en esa tienda cuyo mostrador lo recuerdo infinito y cuyas paredes estaban a rebosar de cajoncitos de madera que supongo debían contener material de escritorio, papelería y el correspondiente a la venta y reparación de máquinas de escribir, hallé la semilla del descubrimiento. Es decir, averiguar que guardaban en su interior los cajoncitos es la misma esencia de las historias, se tira del hilo para averiguar qué hay, qué es lo que no se ve en primera instancia ni a simple vista. El día en que de la mano de mi abuelo fui a comprar la máquina de escribir estaba realmente entusiasmada, siempre me fascinó el hecho de que aquel hombre corpulento de cabellos blancos y rizados tuviera a bien y con un facilidad pasmosa cumplir mis sueños; recuerdo que la tienda era chiquita y se escondía no en las faldas de una montaña sino en las faldas de un edificio mucho mayor con toldos en forma de concha en las ventanas y portero con levita en la puerta de entrada. Era un casino a la vez que club de fumadores y al pasar por la acera tras sus vidrieras advertías la existencia de hombres fumando puros humeantes y tú te sentías al frío de la calle de otra galaxia. Y aunque conocía el lugar, desconocía que pegado a él estaba la tienda de máquinas de escribir hasta que mi abuelo me llevó una mañana en que llovía a mansalva. Pero aun así en mi corazón brillaba un sol resplandeciente. Mucho tiempo después alguien me dijo que la lluvia convoca la inspiración. ¡Y, oh sí, cuánta razón albergaba ese comentario! Parada allí junto a mi abuelo, mientras ambos contemplábamos hechizados media docena de máquinas de escribir y atendíamos a las explicaciones del dependiente sobre ellas, comprendí que un mundo de posibilidades se estaba abriendo ante mí y que mi abuelo al regalarme la máquina de escribir me estaba regalando ese mundo como también el propósito, quiero decir, junto a él, aprendí que los sueños deben ser propósitos y que el propósito comienza siempre en el momento en que tú adelantas un pie en el suelo para conseguirlo y encaminarte hacia él. Adónde te lleve el sueño y el propósito es lo de menos, lo realmente importante es la voluntad, el empeño y el no quedarse nunca de brazos cruzados, entonces todo lo demás vendrá como rodado y será lo que tenga que ser. Casi que cuatro décadas después sé que la lección que aprendí aquel día en que llovía a mansalva ha guiado mi andar, mi carácter y mi forma de conducirme por la vida. Al salir de la tienda creo que los dos igualmente extasiados, mi abuelo asiendo mi mano con una mano y con la otra la máquina de escribir del asa de su caja protectora, ya que yo no podía ni siquiera arrastrarla, me dijo algo que siempre he tenido muy presente: «Cuando quieras hacer algo, hazlo. Si es un propósito noble, honrado, de buena gente: hazlo. Que nada te detenga, que por ti no sea. Que nadie nunca pueda decir que por ti no ha sido, María.»


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

viernes, 11 de enero de 2019

OYENTE



«Porque la vida se ríe de las previsiones y pone 
palabras donde imaginábamos silencios y súbitos 
regresos cuando pensábamos que no 
volveríamos a encontrarnos.» 
—José Saramago—


Después del festín de los días de Navidad, de ese tiempo que sin detenerse se desliza por el calendario a cámara lenta con la belleza de los copos de nieve que en su caída vestidos con la sonrisa y la risa de los osados, figuran estar suspendidos en el aire, entrechocando entre sí con la alegría y la ilusión de los no vencidos, de los que están dispuestos por unos días a concederse a sí mismos el derecho a sentirse sin remordimientos completamente extasiados, vivos y absurdamente felices, ha llegado la hora del repliegue, de la toma de contacto con la realidad y con ello nos corresponde la tarea de vestir a enero de valentía y disposición para enfrentarnos a la página en blanco, tanto literal como metafóricamente, y darle a la tecla. ¿Pues qué es si no también una página en blanco el año recién estrenado? Convendréis conmigo lectores míos que comenzar algo, en este caso el año, en enero y febrero que es cuando la climatología es más abrupta y el frío glacial, tiene algo de épico. Personalmente a mí el frío extremo, las bajas temperaturas y el viento y la nieve me activan y sin ni siquiera darme cuenta me encuentro a mí misma acometiendo tareas nuevas tan inesperadas como desafiantes y aventureras. Tareas que reflejan de alguna manera o incluso muy bien mi personalidad. Así que aquí me tenéis el nueve de enero poniendo en orden y perfilando a las susodichas y mientras las preparo y pienso la mejor manera de llevarlas a cabo, sé la hora qué es sin tener que mirar el reloj, porque los pájaros regresan a su hogar. Con su trino alborotador regresan a la morada que son los árboles de hoja perenne para ellos. Entonces, en ese punto, yo también sé que debo extender como un deseo y una necesidad ante mí la página en blanco, literal, y darle a la tecla, también literalmente puesto que escribir es mi propia vuelta al hogar, el regreso a mi propia morada, mi razón de ser, y cada día como los pájaros regreso a la página en blanco a contar historias porque amo las historias, contarlas y que me las cuenten. Y si bien el de contadora de historias es mi oficio y mi forma de estar en el mundo, sé que eso es así, porque antes he sido como lo hemos sido todos: oyente. ¿Somos los seres humanos seres ávidos de historias? Sí, lo somos. Desde la tierna infancia nos alimentan con historias y las historias o las ganas y la necesidad de ellas, probablemente, es lo único que no muta en nosotros con el paso del tiempo ni el cambio de edades. Y más allá de si uno es o no contador de historias, lo que sí que uno es siempre, es: oyente, escuchador, depositario, lector, acreedor, protagonista o testigo. La oralidad con la que nos acunan las historias en nuestros primeros años de vida se mantiene en nosotros intacta; y la necesidad de oír una historia magnífica de esas que te atrapa el corazón y eleva tu alma convirtiéndote por unos minutos en inmortal late en nosotros a todas horas como un principio del ser ávido y consciente que somos desde el nacer, aunque la mayor parte del tiempo se mantenga camuflada tras chascarrillos, tertulias vánales y triviales. No me cabe la más mínima de que antes de aprender a caminar aprendemos a oír, a escuchar, no me cabe la más mínima duda de que mucho antes de convertirnos en personas somos oyentes y que la capacidad de escuchar que de todas las capacidades es la que desarrollamos en primer lugar a los pocos días de vida se mantiene en nosotros hasta el fin de nuestra existencia, en todos y en cada uno de nosotros. Con más o menos fortuna o ganas o quizás por la coyuntura en la que vivimos nos volvemos hombres y mujeres que escuchan más o menos, pero es innegable que la capacidad se mantiene virgen dentro de nosotros, porque escuchar, estar atento, es la primera forma de aprender, y porque como también descubrimos en la niñez, —cuando las voces, las palabras y las historias eran parte fundamental de nuestro alimento—, que nos cuenten historias y a poder ser al oído es uno de los mayores placeres de estar vivo. Algo, que he podido constatar de nuevo por una suerte del
destino en estas Navidades. Sin esperarlo, que es la manera en que lo maravilloso siempre llega a nuestras vida, Santa Claus o la luna o el sol o una mano grácil y sabia tuvo a bien meter en el saco el audiolibro de Días de Navidad de Jeanette Winterson, un libro de cuentos y recetas, como uno de los regalos para esta contadora de historias. Desde luego, fue el audiolibro y no otro de los regalos quien le otorgó a la Navidad la magia que hace reverberar en nosotros las ilusiones dormidas. Recuperar el deleite y el placer de oír no es asunto baladí. Tomar conciencia de que la capacidad de escuchar está viva en mí como lo estaba al principio de todo, cuando me fue contada la primera historia y redescubrir la magia que posee que te cuenten historias al oído a ti y sólo a ti, ha sido mi propia epifanía de Navidad. Una epifanía que mantendrá cálido y a buen resguardo a mi corazón, mientras yo me dedico a escribir sobre la página en blanco del año. ¿Cuál ha sido la vuestra? ¿Cómo se os ha manifestado la Navidad, lectores míos?


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

martes, 27 de noviembre de 2018

VIENTO DE INVIERNO


«No hay nada más emocionante que el viento. 
Un amor nuevo, y después, el viento.» 
―Rick Bass―



Hoy es el primer día que sopla viento de invierno, el que a mí me gusta. Ese viento que lleva consigo las ansias de cambio, la desesperación del latido tenaz, del corazón que aún no ha sido derrotado, un viento que le planta cara a la existencia y que no quiere oír hablar ni del fin del mundo ni de ningún fin, que por momentos es precipicio pero también expectación y expectativas, y que lleva en sus pulmones y en su vientre el hambre, las ganas de más. Un viento que es siempre desafío y que siempre va de frente. ¡Oh! ¡Cuánto amo a este tipo de viento! Se acopla tan bien a mi personalidad. Oírlo azotando el aire cual látigo, viendo como hace tremolar a los días tanto de las existencias pequeñas como de las grandes, incluso en su zarandeo o cuando esculpe imágenes en el rostro, en el mío o en el de otros, me transmite buenas vibraciones y magníficas sensaciones, ya que es el sonido de quien no se conforma ni se rinde, son las hechuras de quien sabe que todo está de alguna manera por suceder y por estrenar, y también por qué no, de los convencidos de que una buena nueva está por llegar. Viento que es la música de los valientes y también del movimiento que avanza sin mirar atrás, aun siendo consciente de que la verdadera riqueza está en el aprendizaje de lo que justamente va quedando por el camino. ¡Oh! ¡Viento! ¡Viento! ¡Viento! Viento de invierno desvergonzado y nunca tramposo que llega a nosotros para llevarse los últimos días del año y con ellos su hojarasca al son de la esperanza. Viento que golpea los cristales y lanza certezas y grita que aquellos que olvidan, olvidan, pero quienes no olvidan y recuerdan vuelven a encontrarse. Viento que no deja a nadie indiferente se planta en este invierno delante de mí, mientras concentradamente escribo un texto sobre Fantástica Jane, ―la niña que tenía como pasión ver a su abuela cocinar y que de adulta hizo memoria y de memoria escribió en un cuaderno las recetas de los platos que su abuela cocinaba y de ese modo, le enmendó la plana al olvido―, y al levantar la vista de la página en blanco y reparar en su perfección asilvestrada, pienso por alguna libre asociación de ideas en lo enriquecedor del año que está a punto de acabar, en cuánto he aprendido, en cómo me he sumergido en el aprendizaje de temas varios como si no hubiese un mañana, por esa pasión por aprender que ha sido y es constante en mi vida y ese motor que es la curiosidad para mí. De tal manera que en pocos segundos al hacer balance del año muy bien puedo tacharlo de extremadamente positivo por lo mucho que he aprendido. El aprendizaje como unidad de medida, no está mal como leitmotiv de una existencia. ¡Oh! ¡Viento! ¡Viento! ¡Viento! Viento de invierno desvergonzado y nunca tramposo, me repito a mí misma, y me levanto de la mesa de escribir con una sonrisa en el rostro sabiendo como sé que el viento de invierno no deja que nadie abandone sus sueños, y me dirijo a la ventana para contemplar como la naturaleza baila a su voluntad y con él, silbándole al mundo y a mis oídos, me dirijo a engalanar la casa para Navidad con piñas, frutos secos y lazos rojos, puesto que una mujer sabia me dijo que son éstos, elementos mágicos; mientras tanto en la cocina y en el horno una tarta de manzana está a punto de rica y amorosamente llamar a las puertas de nuestros paladares. ¿Pues qué es la vida si no viento y dulces, palabras y magia, manzanas y amor?



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz 

martes, 20 de noviembre de 2018

LA CALMA DE ESTAR



«Lo que has amado, esa será tu herencia y nada más.»
―Robert L. Stevenson―


Aislados como estamos, la noche pasada la pasé en blanco, Nuna estaba sensible, y necesitaba de mi compañía. Así que nos tumbamos la una al lado de la otra, ella con su cojín preferido y yo con mi mano sobre su pelaje. No tuve a bien moverme hasta que su respiración se acompasó con la invernal noche, después con movimientos lentos alcancé un libro que tenía cerca para poder leer un rato. Aunque lo importante no era leer, ni hacer algo digamos de provecho con la noche, lo importante era estar. Me gusta saber que estoy, me gusta que ella sepa que estoy comprometida con ella como ella lo está conmigo y que puede contar conmigo a todas horas. A las dos nos sosiega la calma de estar, de sabernos leales la una con la otra, de llevar a cabo día tras día el compromiso que establecimos cuando yo la tuve por primera vez en mis brazos, hace casi que cinco años. Es fascinante ver como desde sus cincuenta kilos de bondad, su prudente genio, su juguetón carácter y su terca independencia, le adjudica a cada uno un rol, y demanda de Alberto cosas distintas a las que me demanda a mí. De modo, que anoche en la profunda noche invernal estábamos despiertas las dos con la respiración acompasada, ella sensible y yo afortunada de saberme a su lado, y como soporta perfectamente verme leer, al revés, de lo que le ocurre con la televisión o con el ordenador, al poco que vio como pasaba una página tras otra, se durmió y yo supe que no se despertaría hasta la próxima estampida de nostalgia de ese bebé que cree que tiene pero que no, así que me puse todavía más cómoda junto a ella y seguí leyendo el libro que en unas páginas había captado mi atención, no sólo como lectora sino también como escritora, y en vez de irme a dormir o dormirme allí mismo, me quedé y me mantuve despierta. Nunca jamás traicionaría la calma que se instala en ella por saber que estoy pegadita a su cuerpo grandote y fuerte. Nunca jamás sería desleal con la persona no humana junto a la que he ido conquistado tantísimos territorios, vitales ahora. Eran las tres de la madrugada y sabía que tenía un margen de una hora para poder leer con fruición, y lo hice, hasta que volvió a gemir y a llorar, y cuando me miró con sus ojos profundos y negros, con una mirada que es entrega y suavidad, gratitud y expectación, supe la razón de ese amor que nace de mí hacia ella y de ella hacia mí. Entonces sonreí y le besé los rizos de la frente, y le dije: «¿Qué te parece chica guapa si hacemos un tarta de manzana?», sabiendo como sé que le entretiene verme trajinar en la cocina. Me levanté de su lado, encendí las luces de la cocina, y minutos después ella se tumbó frente al horno. Era poco más de las cuatro cuando dispuse sobre la mesa: el azúcar la harina, los huevos, el yogur, la almendra molida, el limón y la manzana. Puse música de Navidad, lo bastante bajita para no molestar, y comencé a subir la clara de los huevos y en ningún momento bajo su atenta mirada mientras cantábamos las dos también por lo bajini, pensé que estaba perdiendo el tiempo, sino todo lo contrario, era muy consciente de que estaba ganándolo, porque el tiempo nunca jamás ha sido oro siempre ha sido vida, y la vida junto a los seres vivos a los que adoras y amas es el verdadero tesoro de todo individuo, es más, vivir en sociedad nace de ahí, del momento en que te sientes inmensamente afortunado al mezclar tus horas con las de los otros. Por ello, siendo como es, el tiempo compartido con aquellos a los que amas uno de los más enriquecedores propósitos que una persona acomete, no me cabe la más mínima duda, de que debiera estar presente siempre de una manera innegociable entre nuestras prioridades. Pasadas las cinco, cuando el amanecer estaba a punto de llenarnos de dicha y la cocina desprendía olor a obrador de pan y yo estaba a punto de sacar la tarta del horno, apareció Alberto en el umbral desperezándose, y a Nuna se le iluminó la vida y se lanzó sobre él y supe que lo peor de su noche, de sus temores, de su nostalgia ya había pasado y me sentí inmensamente feliz por ella y por nosotros.




Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz 
[Fotografía de Alberto Fil]

viernes, 16 de noviembre de 2018

ESTACIÓN DE SUEÑOS



«Si te acuerdas de mirar la nieve como un niño o un tejano 
(hacia arriba, intentado ver de dónde procede), 
la lentitud con la que cae, la morosidad de su recorrido, 
te lanzará de inmediato a un estado más llano, más lento, 
en el que no hay duda de que vivirás el doble de tiempo, 
verás el doble de cosas, y, al final, serás el doble de feliz.» 
―Rick Bass―



En los últimos días la temperatura está descendiendo notablemente a fuerza de ventiscas, pero no ha sido hasta esta noche cuando los termómetros se han desplomado. Es en esta hora cuando la casa, la morada, el hogar, la cabaña se convierte en verdadero refugio y has de acoplar tu vida al invierno y acompasar tus días a un espacio cerrado. E invariablemente cada año me sucede lo mismo, al quedarnos encerrados, asilados, tomo conciencia de cuán importante es para mí la música como hábitat, como compañía, como el marco perfecto que encierra el resto dentro. No sé sí desde siempre, pero desde que vivo aquí, sí. De esta manera se manifiesta para mí. Es entonces, cuando la existencia junto a mi amor se asemeja al interior de una hermosa bola de nieve. ¡Oh! ¡Cuánto nos gusta el invierno y quedarnos asilados de este modo a Alberto y a mí! Nos gusta esa bajada de ritmo forzosa a la que el invierno te aboca. La clave está en saber saborear la vida lenta, en no tener prisa, en amar el invierno, en vivir de acorde a la estación como diría Thoreau. Suenan jingles de Navidad dentro de nuestra casa, a través de los cristales de las ventanas, como en un decorado, la nieve baila al son de las canciones, baila sin hacer ruido, es como de atrezo, y Alberto me lee una vieja leyenda del hombre de frontera, trampero y explorador del Oeste, Jim Briger, sobre el invierno que pasó en Yellowstone: «Cuando los tramperos intentaban hablar no se oían entre sí, porque las palabras se congelaban en cuanto les salían de la boca y tenían que recoger las palabras congeladas y llevárselas, y al caer la noche, junto al fuego las descongelaban e iban ensartándolas en frases para oír que se habían dicho durante la jornada.» A Alberto le entusiasman las historias sobre tramperos, y a mí me entusiasma ver feliz y radiante, ilusionado como un niño, a mi hombre. Del que he aprendido tanto, del que aprendo cada día, con el que también estoy aprendiendo a desaprender. Porque con las edades, ―los dos ya hemos superado los cuarenta y cinco―, se aprende a que a aprender no se termina nunca, pero también se aprende, aunque pueda parecer bastante paradójico, a desaprender. Algo que es de una utilidad sin igual. Todo genio sabe que con las edades hay que ir simplificando y desaprendiendo. Aprender a desaprender de lo complicado, de las preguntas sin respuesta, de lo que ya no te agrada. Aprendes a soltar y a quedarte sólo con los cogollos de las cosas y de las experiencias, con el verdadero sabor de las aventuras, y por supuesto, con los corazones de las personas. Y, ahora, Alberto y yo, estamos en eso, será por las edades, pero estamos aprendiendo a desaprender. Por ello, un día te encuentras, sin extrañarte, encerrado en una cabaña, cantando jingles de Navidad y leyendo historias sobre el Oeste, completamente cómplice, aliado y alineado con el invierno, mientras esperas con una sencilla y sana alegría que llegue a la próxima estación el tren de las vacaciones, para seguir su recorrido; porque ese hermoso proyecto de la Canadian Pacific, ilusiona a los niños que fuimos a ras del Mediterráneo, a los niños que todavía hoy habitan en nosotros a miles de kilómetros de aquella mar del verano; y también, porque nos emociona como seres humanos. Hay algo notable en la Navidad que nos conmueve, no sólo a nosotros, sino también al resto, de ahí que un proyecto de una envergadura tal como el Holiday Train esté a punto de cumplir veinte años. Sí, como cada año, en este invierno, volvemos a seguir mapa en ristre el recorrido del tren que cruza Canadá desde la provincia de Ontario hasta la Columbia Británica, deteniéndose en alrededor de cien estaciones entre el veintisiete de noviembre al dieciocho de diciembre ofreciendo música, sueños e ilusión a vagones enteros, a cambio de comida para el banco de alimentos. Con atención seguimos el itinerario y nos miramos para informarnos de algo que los dos sabemos, y es que el día trece de diciembre, no podía ser otra fecha que el trece del doce, estaremos esperándolo a las siete de la tarde en Banff, Alberta; mientras tanto, seguimos con nuestra particular hibernación. Los sueños se cumplen, tanto los que soñamos cuando estamos despiertos como los que soñamos cuando dormimos, esos, que según Montgomery, ―el carnicero―, son la moraleja de la existencia, de la vida que llevamos. Sí, los sueños encuentran siempre su lugar, su forma, sus hechuras, y creo sinceramente, que el invierno es una buena época para soñar. «¿Sueñan también los osos cuando hibernan?», le pregunto a Alberto, y él me mira con esos ojos enormes con los que también sonríe. «Sí. Estoy convencido», me responde. Y sé las razones por las que aprendo y aprendo también a desaprender junto a este hombre, pero básicamente, la principal, es que el camino de regreso a nuestra verdadera esencia, la de curiosos, nos gusta recorrerlo de la mano. Tal para cual. Y ahora os pregunto a vosotros: ¿sueñan también los animales cuando hibernan, que creéis lectores míos?


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

jueves, 8 de noviembre de 2018

PALABRAS EN LOS BOLSILLOS



«No seas un mago. Sé magia.»
―Leonard Cohen―


Al norte de la ciudad, sobre unas inmensas rocas, descansa desde el 13 de noviembre de 1979 la señorita Piggy, un avión de carga Curtiss C-46 Commando. A un cuarto de milla de la pista de la que despegó minutos antes. La señorita Piggy quedó allí varada como una ballena, tras un aterrizaje forzoso, y hace unos días recorría yo el interior de su fuselaje escudriñándolo, llevando en uno de los bolsillos de mi anorak, palabras sueltas pero no de las de poco gasto sino de las que reconfortan, al menos a mí, me reconfortaba llevarlas. Me encontraba junto a mi marido en Churchill, al norte de Manitoba, y además de llamarnos mucho la atención la singularidad y las peculiaridades de la capital mundial de los osos polares a la que sólo se puede llegar en tren o en avión, también nos la llamó, y lo hizo poderosamente, el hecho de que en cada tiendecita artesanal en la que entrabamos, al comprar, nos regalaban una pequeñísima cartulina con una palabra escrita en ella y su definición, y en cada local en el que consumíamos algo, también. Así pues, en la pintoresca tienda donde venden mocasines confeccionados a mano, esculturas Inuit, y esculturas hechas de pelo de caribú, tras comprar, me dieron en mano la palabra: «viajero»; en el Fifty Eight North, donde adquirí una bufanda y hojeé varios libros, me entregaron la palabra «condensación», en Imágenes del Norte, donde compré varias postales, hicieron lo mismo con «abrazo»; en la panadería La Gitana: «nevera»; en el Lazy Bear Café, un albergue construido con los restos de dos incendios forestales, donde nos alojamos envueltos y sumergidos en la calidez de la verdadera vida en una cabaña canadiense, con vistas a la tundra desde cada uno de los dormitorios, y donde cada tarde nos aguardaba para cenar una chimenea crepitante y platos como el pimiento a la brasa y el bisonte de Manitoba, nos entregaron el primer día de nuestra estancia: «espantapájaros» y el último día: «remolque», y en el Tundra Inn, donde fuimos a bailar y a tomar una copa, las palabras: «excéntrico» y «urogallo». Y a mí, siempre me ocurría lo mismo, cada vez, cada una de las veces en que alguien extendía el brazo y nos entregaba una palabra me quedaba maravillada, por la naturalidad con que lo hacía, como si no fuese algo del todo original y también por lo repetitivo, puesto que el acto era certero y nunca era casualidad, se repetía cada vez, sin sorpresas como algo rutinario. Me entusiasma ser testigo y parte del momento de la entrega. Alberto reía ante mi entusiasmo, para seguidamente leer conmigo la palabra escrita, y la realidad era que lo hacíamos con ganas y con una inmensa alegría, como si en ello nos fuese la vida, sabiendo que estábamos creando y coleccionado momentos para el recuerdo, como tantísimas otras veces lo habíamos hecho; preguntándonos, en esa ocasión, la razón por la que aquellas palabras en concreto y no otras, nos elegían a nosotros. Nos preguntábamos si con las palabras pasa como cuando conocemos a personas, si también en las palabras como con las personas hay mucho de azar y de destino, ¿por qué conocemos a unas sí y a otras no? Tengo que confesar que llevé las palabras en el bolsillo de mi anorak todos los días. Y, mientras explorábamos el interior de la señorita Piggy, o visitábamos el Cabo Merry y el museo esquimal de Churchill, o nos aventurábamos en conocer mucho mejor a los osos polares, incluso cuando contemplábamos las luces del Norte, las palabras habitaban en mi bolsillo y eso me reconfortaba. Porque cuando pienso sobre el valor de las palabras en mi vida, sé que me reconforta saber que las palabras están siempre ahí, de la misma manera para lo que quieres decir o contar, como para lo que quieres callar o no contar, pues las palabras no dichas, las no escritas, también forman parte de la existencia de cada  uno, como la forman las que sí que han sido pronunciadas o puestas de largo en negro sobre blanco; y todavía reconfortan más, creedme, lectores míos, si dedicas tu vida como yo lo hago, a conocer las palabras del derecho y del revés, por el anverso y el reverso, a trabajar con ellas, a ponerlas en orden, a crear textos, ficciones e historias. Así que en esos días al norte de Manitoba, en los que Alberto y yo estábamos celebrando la vida, las palabras también estaban allí con nosotros. Me gustaba lo que veía, porque me gusta el olor del invierno, los días de invierno, besar el pan cuando cae al suelo y lo recojo, las cabañas, la buena comida, las luces de Navidad antes de lo habitual, y me gusta tener cerca a mi marido, que es amigo, amante y cómplice, y me gustan, por supuesto, las palabras y saber lo que significan, de hecho en una vida sin, creo que yo no existiría, tal vez, yo misma sólo estoy hecha de palabras. De modo, que no es extraño que me pasee por el mundo con palabras en los bolsillos. No. No es extraño. 



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

martes, 6 de noviembre de 2018

LA LÍNEA CURVA QUE LO ENDEREZA TODO



«Y su sonrisa… maldita sea. 
¿Alguna vez han visto un atardecer en la playa? 
Pues la misma calma, la misma magia, pero en su boca.»
―Heber Snc Nur―



Pocas cosas hay en el mundo tan hermosas como las sonrisas. Nada viste un rostro ni a un ser cómo una sonrisa amplia, sincera y espontánea. En ningún otro momento una persona está tan hermosa como cuando sonríe. Son las sonrisas la medida que se debería utilizar para valorar la calidad de una vida. Y el día del juicio final, la única pregunta a la que deberíamos contestar, ante lo único que deberíamos rendir cuentas, es a lo mucho o a lo poco que se ha sonreído a lo largo de la vida. Puesto que ¡ay, la sonrisa y las sonrisas! ¡Cuán importante es sonreír y que nos sonrían, la sonrisa en sí misma! Podríamos relatar nuestra vida a través de las sonrisas que pueblan nuestro mundo, ir de una en una, como quien cruza un arroyo, sin tocar el agua que discurre, sin mojarnos. Podríamos alimentarnos de sonrisas, vivir espléndidamente a base de ellas, sin notar que nos falta nada más, porque la sonrisa nos es combustible y combustión, y por ello, la sonrisa en el rostro de quienes amamos nos llena de dicha, y es la sonrisa quien establece pactos tácitos y silenciosos entre nosotros y el resto del mundo y también quien sella una impresión entre dos y enamora, por eso, porque nos hace sentirnos francamente bien nos abandonamos a la sonrisa como muestra de complicidad, como inicio del divertimento y de la carcajada feliz, como recompensa y beneplácito, como principio del relax, como retrato del reto conseguido, como la imagen que tenemos al cerrar los ojos de los seres a los que amamos, como modo de que te den la vida y de dar la vida, y también, y, por supuesto, nos confiamos a ella como último recurso ante la tristeza y las lágrimas, como el primer paso para poder ver de nuevo la luz y proseguir así con el camino. Convertimos a la sonrisa en la prueba de cuán resilentes y supervivientes somos, de cuánta capacidad poseemos para ser felices y para apostar por ese algo intangible y efímero que es la felicidad y que todos ansiamos como perros de presa. Sonrisas tenemos de todas las formas, tamaños, colores y sabores, y para todas las situaciones y ámbitos; siendo todas ellas, el anuncio de que detrás hay un corazón con ganas de vivir, capaz de dejar que la vida le empape la existencia con sus idas y sus venidas, con sus más y sus menos, con sus dimes y diretes. Creo no ser una osada al pensar que vivimos a la búsqueda de la sonrisa, tanto de la nuestra como la de los otros. Sí, vivimos a la búsqueda de la sonrisa, vivimos para cosechar sonrisas, y sé que no ando muy mal encaminada al pensarlo porque ya siendo bebés la sonrisa es la señal, el signo que toda madre y padre espera ver por primera vez en el rostro de su hijo para saberse reconocido, es el modo en que el bebé anuncia conscientemente su llegada a la vida de los otros. Por tanto, no me cabe duda, de que la sonrisa es el rictus, el gesto, el signo con el que empezamos a caminar como parte de este todo llamado mundo. Sí, la sonrisa es la llave de entrada a la vida, es nuestra forma de decirle al universo que aquí estamos y que somos valientes, y que incluso sin serlo siempre, lo intentaremos y bregaremos con lo que se tercie, una y mil veces, hasta la extenuación, con la única finalidad de que nada ni nadie nos la borre. ¡Así de importante es! Poderosa sonrisa, que siempre vuelve a brotar. Ese es su secreto: siempre encuentra un motivo para aflorar de nuevo. Entonces, cómo no, apostarlo todo a la sonrisa. Hagan juego señores, y sonrían. Sonrían siempre y a pesar de. 


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz

lunes, 5 de noviembre de 2018

LAS EDADES



«Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma, 
pero con el interés de seguir creciendo. 
Tengo los años en que los sueños se empiezan a acariciar con los dedos, 
y las ilusiones se convierten en esperanza.»
―José Saramago―




Algo habré hecho bien en estos primeros días de noviembre para que el universo me dispense del insomnio, ―de esa fea costumbre de sólo dormir tres o cuatro horas mesuradamente―, concediéndome la bendición de al menos una noche dormir a pierna suelta y del tirón sin despertarme hasta mucho después de amanecer. Supongo que voy acumulando horas de sueño como quien acumula millas, y esta pasada noche, por gracia y obra del cielo, he podido dormir sin noción de tiempo ni lugar, con un sueño reparador que ha devuelto a todo mí ser el estadio de las cosas por estrenar. Y, claro está, con unos mimbres así el día sólo podía ser perfecto. De modo, que ni corta ni perezosa con mis andares de mujer de mundo me he desplazado a la selva de mis días, o lo que es lo mismo, donde últimamente me pierdo sin perder el Norte en ningún momento: los papeles de Audy. Recuperando, estamos, todo lo escrito por una "escritora" canadiense demasiado excelente y humilde para seguir en el anonimato, demasiado ancianita para que ella haga lo que no hizo en su tiempo por ocupar sus días en muchísimos otros quehaceres. Aun así, Audy es la prueba fehaciente de que ninguna mujer inteligente se ha negado nunca a sí misma el derecho a ejercer el femenino singular aunque sea sólo a ratos. De hecho, se debe entender que el femenino singular viene de años ha, para descifrar la historia de las mujeres en su conjunto como también la historia y la existencia de cada mujer en particular. Y, a mí, concretamente, en el reparto de los protagonistas, de los secundarios y de los figurantes en la existencia de Audy el cosmos me ha otorgado el regalo y el honor de ordenar y cribar las decenas de cartas que escribió a lo largo de su vida, pero ya, el súmmum, es poder hacerlo bajo su atenta mirada: viva como la de un águila, risueña como la de una colegiala. ¡Oh! ¡Cuánto tiene todavía de salvaje y de niña ilusionada la vieja Audy! A su lado, hora tras hora, día tras día, comprendes que las edades, ―como ella llama a los años―, son patrimonio rico y no torpe, que merman las facultades físicas pero que por el contrario serenan y apasionan. Las edades digamos que depuran y simplifican y echan de casa lo que es estorbo. Entiéndase por casa incluso a la misma persona. No obstante, y aun sabiéndome una privilegiada, registrando sus cajas de cartas, no puedo evitar sentirme intrusa, sentir que mis ojos no deberían leer unas palabras que me son del todo ajenas. Cierto pudor me invade, pues hay algo obsceno en los sentimientos que no son para nosotros. Así que el trabajo que acometo cada día requiere de mí una vestidura de indiferencia que para una mujer valenciana, de las que se entrega al cien por cien en cada cosa que hace y siente, es trabajo complicado. Y, Audy, como si leyese mi pensamiento me confiesa que si nunca publicó los escritos que ahora tiemblan en mis manos en su otoño, fue por un pudor parecido. Textualmente, me explica: «Nunca estuve preparada para desnudar mi interior a ojos desconocidos, me faltó supongo que la osadía de los verdaderos escritores como tú, que sabéis disfrazar la verdad con historias que trasmiten lo que queréis contar sin quedaros en cueros. Supongo que ahora las edades me dan lo que nunca tuve.» Y al oírla, me siento fatal, por mi falsa indiferencia, y le beso las mejillas de pergamino viejo y quebradizo y le indico: «¡Oh! Audy, las edades a cada uno le son cuando le deben ser. Las edades llegan cuando tienen que llegar, ni antes ni después, solamente cuando estamos verdaderamente preparados para aceptarnos a nosotros mismos tal como somos, para que si hay algo que no nos gusta, tolerarlo y poder vivir con ello, pero también, para comprobar que lo que nos satisface de nuestra persona con las edades nos complace el doble o el triple. Es lo justo. La merecida recompensa.» Y tal como acabo de hablar empieza a llover, como si mis palabras o mi voz hubiesen invocado a la lluvia, y, de repente, llueve a mares, y Audy ríe, ríe con jovialidad, ríe como una niña que ha acabado de cometer una fechoría. La ayudo a levantarse y a salir afuera, y me dice, guiñándome un ojo y aferrándose con su mano a mí mano cuarenta años más joven que la de ella: «Siempre me gustó el entusiasmo y el alboroto que la lluvia, el agua, provoca en mí y ahora, bien cierto es, todavía más.» Y la lluvia nos empapa y el día sigue siendo perfecto. Maravillosamente perfecto.



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz