«Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma,
pero con el interés de seguir creciendo.
Tengo los años en que los sueños se empiezan a acariciar con los dedos,
y las ilusiones se convierten en esperanza.»
―José Saramago―
Algo habré hecho bien en estos primeros días de noviembre para que el universo me dispense del insomnio, ―de esa fea costumbre de sólo dormir tres o cuatro horas mesuradamente―, concediéndome la bendición de al menos una noche dormir a pierna suelta y del tirón sin despertarme hasta mucho después de amanecer. Supongo que voy acumulando horas de sueño como quien acumula millas, y esta pasada noche, por gracia y obra del cielo, he podido dormir sin noción de tiempo ni lugar, con un sueño reparador que ha devuelto a todo mí ser el estadio de las cosas por estrenar. Y, claro está, con unos mimbres así el día sólo podía ser perfecto. De modo, que ni corta ni perezosa con mis andares de mujer de mundo me he desplazado a la selva de mis días, o lo que es lo mismo, donde últimamente me pierdo sin perder el Norte en ningún momento: los papeles de Audy. Recuperando, estamos, todo lo escrito por una "escritora" canadiense demasiado excelente y humilde para seguir en el anonimato, demasiado ancianita para que ella haga lo que no hizo en su tiempo por ocupar sus días en muchísimos otros quehaceres. Aun así, Audy es la prueba fehaciente de que ninguna mujer inteligente se ha negado nunca a sí misma el derecho a ejercer el femenino singular aunque sea sólo a ratos. De hecho, se debe entender que el femenino singular viene de años ha, para descifrar la historia de las mujeres en su conjunto como también la historia y la existencia de cada mujer en particular. Y, a mí, concretamente, en el reparto de los protagonistas, de los secundarios y de los figurantes en la existencia de Audy el cosmos me ha otorgado el regalo y el honor de ordenar y cribar las decenas de cartas que escribió a lo largo de su vida, pero ya, el súmmum, es poder hacerlo bajo su atenta mirada: viva como la de un águila, risueña como la de una colegiala. ¡Oh! ¡Cuánto tiene todavía de salvaje y de niña ilusionada la vieja Audy! A su lado, hora tras hora, día tras día, comprendes que las edades, ―como ella llama a los años―, son patrimonio rico y no torpe, que merman las facultades físicas pero que por el contrario serenan y apasionan. Las edades digamos que depuran y simplifican y echan de casa lo que es estorbo. Entiéndase por casa incluso a la misma persona. No obstante, y aun sabiéndome una privilegiada, registrando sus cajas de cartas, no puedo evitar sentirme intrusa, sentir que mis ojos no deberían leer unas palabras que me son del todo ajenas. Cierto pudor me invade, pues hay algo obsceno en los sentimientos que no son para nosotros. Así que el trabajo que acometo cada día requiere de mí una vestidura de indiferencia que para una mujer valenciana, de las que se entrega al cien por cien en cada cosa que hace y siente, es trabajo complicado. Y, Audy, como si leyese mi pensamiento me confiesa que si nunca publicó los escritos que ahora tiemblan en mis manos en su otoño, fue por un pudor parecido. Textualmente, me explica: «Nunca estuve preparada para desnudar mi interior a ojos desconocidos, me faltó supongo que la osadía de los verdaderos escritores como tú, que sabéis disfrazar la verdad con historias que trasmiten lo que queréis contar sin quedaros en cueros. Supongo que ahora las edades me dan lo que nunca tuve.» Y al oírla, me siento fatal, por mi falsa indiferencia, y le beso las mejillas de pergamino viejo y quebradizo y le indico: «¡Oh! Audy, las edades a cada uno le son cuando le deben ser. Las edades llegan cuando tienen que llegar, ni antes ni después, solamente cuando estamos verdaderamente preparados para aceptarnos a nosotros mismos tal como somos, para que si hay algo que no nos gusta, tolerarlo y poder vivir con ello, pero también, para comprobar que lo que nos satisface de nuestra persona con las edades nos complace el doble o el triple. Es lo justo. La merecida recompensa.» Y tal como acabo de hablar empieza a llover, como si mis palabras o mi voz hubiesen invocado a la lluvia, y, de repente, llueve a mares, y Audy ríe, ríe con jovialidad, ríe como una niña que ha acabado de cometer una fechoría. La ayudo a levantarse y a salir afuera, y me dice, guiñándome un ojo y aferrándose con su mano a mí mano cuarenta años más joven que la de ella: «Siempre me gustó el entusiasmo y el alboroto que la lluvia, el agua, provoca en mí y ahora, bien cierto es, todavía más.» Y la lluvia nos empapa y el día sigue siendo perfecto. Maravillosamente perfecto.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz