viernes, 11 de enero de 2019

OYENTE



«Porque la vida se ríe de las previsiones y pone 
palabras donde imaginábamos silencios y súbitos 
regresos cuando pensábamos que no 
volveríamos a encontrarnos.» 
—José Saramago—


Después del festín de los días de Navidad, de ese tiempo que sin detenerse se desliza por el calendario a cámara lenta con la belleza de los copos de nieve que en su caída vestidos con la sonrisa y la risa de los osados, figuran estar suspendidos en el aire, entrechocando entre sí con la alegría y la ilusión de los no vencidos, de los que están dispuestos por unos días a concederse a sí mismos el derecho a sentirse sin remordimientos completamente extasiados, vivos y absurdamente felices, ha llegado la hora del repliegue, de la toma de contacto con la realidad y con ello nos corresponde la tarea de vestir a enero de valentía y disposición para enfrentarnos a la página en blanco, tanto literal como metafóricamente, y darle a la tecla. ¿Pues qué es si no también una página en blanco el año recién estrenado? Convendréis conmigo lectores míos que comenzar algo, en este caso el año, en enero y febrero que es cuando la climatología es más abrupta y el frío glacial, tiene algo de épico. Personalmente a mí el frío extremo, las bajas temperaturas y el viento y la nieve me activan y sin ni siquiera darme cuenta me encuentro a mí misma acometiendo tareas nuevas tan inesperadas como desafiantes y aventureras. Tareas que reflejan de alguna manera o incluso muy bien mi personalidad. Así que aquí me tenéis el nueve de enero poniendo en orden y perfilando a las susodichas y mientras las preparo y pienso la mejor manera de llevarlas a cabo, sé la hora qué es sin tener que mirar el reloj, porque los pájaros regresan a su hogar. Con su trino alborotador regresan a la morada que son los árboles de hoja perenne para ellos. Entonces, en ese punto, yo también sé que debo extender como un deseo y una necesidad ante mí la página en blanco, literal, y darle a la tecla, también literalmente puesto que escribir es mi propia vuelta al hogar, el regreso a mi propia morada, mi razón de ser, y cada día como los pájaros regreso a la página en blanco a contar historias porque amo las historias, contarlas y que me las cuenten. Y si bien el de contadora de historias es mi oficio y mi forma de estar en el mundo, sé que eso es así, porque antes he sido como lo hemos sido todos: oyente. ¿Somos los seres humanos seres ávidos de historias? Sí, lo somos. Desde la tierna infancia nos alimentan con historias y las historias o las ganas y la necesidad de ellas, probablemente, es lo único que no muta en nosotros con el paso del tiempo ni el cambio de edades. Y más allá de si uno es o no contador de historias, lo que sí que uno es siempre, es: oyente, escuchador, depositario, lector, acreedor, protagonista o testigo. La oralidad con la que nos acunan las historias en nuestros primeros años de vida se mantiene en nosotros intacta; y la necesidad de oír una historia magnífica de esas que te atrapa el corazón y eleva tu alma convirtiéndote por unos minutos en inmortal late en nosotros a todas horas como un principio del ser ávido y consciente que somos desde el nacer, aunque la mayor parte del tiempo se mantenga camuflada tras chascarrillos, tertulias vánales y triviales. No me cabe la más mínima de que antes de aprender a caminar aprendemos a oír, a escuchar, no me cabe la más mínima duda de que mucho antes de convertirnos en personas somos oyentes y que la capacidad de escuchar que de todas las capacidades es la que desarrollamos en primer lugar a los pocos días de vida se mantiene en nosotros hasta el fin de nuestra existencia, en todos y en cada uno de nosotros. Con más o menos fortuna o ganas o quizás por la coyuntura en la que vivimos nos volvemos hombres y mujeres que escuchan más o menos, pero es innegable que la capacidad se mantiene virgen dentro de nosotros, porque escuchar, estar atento, es la primera forma de aprender, y porque como también descubrimos en la niñez, —cuando las voces, las palabras y las historias eran parte fundamental de nuestro alimento—, que nos cuenten historias y a poder ser al oído es uno de los mayores placeres de estar vivo. Algo, que he podido constatar de nuevo por una suerte del
destino en estas Navidades. Sin esperarlo, que es la manera en que lo maravilloso siempre llega a nuestras vida, Santa Claus o la luna o el sol o una mano grácil y sabia tuvo a bien meter en el saco el audiolibro de Días de Navidad de Jeanette Winterson, un libro de cuentos y recetas, como uno de los regalos para esta contadora de historias. Desde luego, fue el audiolibro y no otro de los regalos quien le otorgó a la Navidad la magia que hace reverberar en nosotros las ilusiones dormidas. Recuperar el deleite y el placer de oír no es asunto baladí. Tomar conciencia de que la capacidad de escuchar está viva en mí como lo estaba al principio de todo, cuando me fue contada la primera historia y redescubrir la magia que posee que te cuenten historias al oído a ti y sólo a ti, ha sido mi propia epifanía de Navidad. Una epifanía que mantendrá cálido y a buen resguardo a mi corazón, mientras yo me dedico a escribir sobre la página en blanco del año. ¿Cuál ha sido la vuestra? ¿Cómo se os ha manifestado la Navidad, lectores míos?


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz