jueves, 24 de enero de 2019

UN ENVÍO DESDE DAWSON CITY



«La naturaleza la tenemos siempre con nosotros, 
es una mina inagotable de aquello que conmueve al corazón. » 
—John Burroughs—



Hoy es uno de esos días invernal a más no poder. La temperatura se ha desplomado de nuevo y sopla el viento más de lo habitual. La ventisca azota estos pagos. Hoy es uno de esos días del país del frío que inventé para La viajera en el camino. Y me gusta. El planeta se vuelve inmenso, inabarcable y todavía más solitario, y los humanos en días como estos podemos tomar conciencia como nunca de que tan solo somos partículas ínfimas en suspensión. Eso es lo que me gusta de los días de viento: el sentirme minúscula, y a la vez, valiente e intrépida. Lo primero que he hecho al despertar ha sido pasar revista a la casa, amo las casas grandes que requieren de ti una puesta a punto diaria, en plan: «Atiéndeme: si no pones en mí de tu parte no seré tu refugio», he comprobado los pestillos, la ventilación y he atizado el fuego que en esta época arde noche y día en una chimenea a la que todavía en este invierno le queda alguna que otra cuerda de leña por quemar. Seguidamente he preparado un desayuno rico y copioso para dos y al terminar me he calzado las botas dobles y las raquetas para salir al exterior a que el viento por un ratito casi que insignificante revitalizase mi cara y mi cuerpo. El viento me hace sentir viva como nada ni nadie y con él me avengo como con ningún otro elemento. Anhelante estaba, como todas las mañanas en mitad de la nada de Manitoba, de poder divisar cualquier animal mirándome de hito a hito. Esta mañana concretamente habría dado todo lo que tengo para que apareciese delante de mí una libre de invierno y verla. Sé que de haberla visto, de haberme encontrado con ella, me hubiese dibujado una sonrisa en el rostro para todo el día. Pero hay días en que el Universo no accede a concedernos los caprichos deseados, así que he decidido acercarme hasta el buzón, —donde una vez a la semana el cartero con su moto de nieve deja las cartas y paquetes—, antes de arrastrar los pies hacia el interior de la casa y quitarme de encima los ropajes que mantienen aislado mi cuerpo y mi corazón del invierno glacial. Al regresar a la casa desde el buzón de correos debo de confesar que ya me había cambiado el humor. No hay nada más triste que un buzón de correos vacío, por tanto, como el mío estaba a rebosar de paquetes, al cruzar el umbral me encontraba con el ánimo de una niña el día de su cumpleaños. Tenía los pulmones henchidos de felicidad, tanta, que bien habría podido ponerme a inflar globos para decorar la casa, pero no, una ya no tiene edad. De entre todos los paquetes uno ha sido el que me ha hecho sonreír extasiada, porque llevaba en su interior un amuleto que me envía mi amiga Priscila desde Yukón, exactamente desde Dawson City, pueblo del que me enamoré perdidamente este verano cuando estuvimos allí, Alberto y yo. Mi amiga Priscila en su pequeña casa del oeste, al oeste de todo, cada verano comienza a seleccionar la madera para tallar amuletos de la vida y tenerlos listos en Navidad y año nuevo. Y los talla según tú eres, es decir, mi amiga Priscila te observa, te intuye y plasma en madera lo que ha entrevisto de ti, fabricándote un amuleto de la vida adrede. De los amuletos de la vida como de personas no hay dos de iguales. Al abrir el paquete y verlo he recordado que en verano me dijo: «Te labraré uno para ti. Al invierno. Si alguien me lo encarga como un regalo para ti. Debe ser así. No hay otra forma. Es un deseo. De alguien para ti. Para que funcione». Ella hablaba de ese modo, así, con palabras antiguas y pausadamente. Separando sus pensamientos y las palabras que los forman por puntos e inspiraciones de aire, como si estuviese pensando en otra cosa, y de pronto se hubiese olvidado de que está diciéndote algo, de que estás allí, para segundos después retomar la conversación. Priscila tiene algo de chamana a mi entender. «Tengo que leerte. En mi imaginación. Para crear un amuleto para ti. Tengo que leerte como si estuviese leyendo tu piel. Puesto que aunque no lo creas. Nuestra historia está tatuada en ella. Luego tallare. Te lo envío. A Manitoba. Si ese es el deseo de alguien para ti», me explicó más detalladamente. También me dijo: «El amuleto de la vida. Debes ponerlo. A los pies de tu cama. No debes enseñárselo a nadie. Y si alguien. Lo ve. No le digas nunca que es un amuleto. Sólo puede verlo quien lo haya deseado para ti. Puedes hablar de él. No puedes mostrárselo a nadie». Y esta mañana al tener el amuleto en mis manos, después de besarlo, arroparlo en cierta manera al abrigo de mi cuerpo, notar su energía, y colocarlo a los pies de la cama, he comprendido de repente, sin mediar ninguna explicación, sólo con la intuición y la experiencia de la vida, por qué los amuletos son como una larga carta de amor de la naturaleza a nosotros mismos concentrada en un solo objeto. Y, exactamente, porque sabemos y conocemos el poder de la naturaleza aun si comprender realmente lo que abarca, depositamos nuestra fe y nuestra esperanza en ella y en los amuletos que a nuestra mirada la representan.



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz