«No seas un mago. Sé magia.»
―Leonard Cohen―
Al norte de la ciudad, sobre unas inmensas rocas, descansa desde el 13 de noviembre de 1979 la señorita Piggy, un avión de carga Curtiss C-46 Commando. A un cuarto de milla de la pista de la que despegó minutos antes. La señorita Piggy quedó allí varada como una ballena, tras un aterrizaje forzoso, y hace unos días recorría yo el interior de su fuselaje escudriñándolo, llevando en uno de los bolsillos de mi anorak, palabras sueltas pero no de las de poco gasto sino de las que reconfortan, al menos a mí, me reconfortaba llevarlas. Me encontraba junto a mi marido en Churchill, al norte de Manitoba, y además de llamarnos mucho la atención la singularidad y las peculiaridades de la capital mundial de los osos polares a la que sólo se puede llegar en tren o en avión, también nos la llamó, y lo hizo poderosamente, el hecho de que en cada tiendecita artesanal en la que entrabamos, al comprar, nos regalaban una pequeñísima cartulina con una palabra escrita en ella y su definición, y en cada local en el que consumíamos algo, también. Así pues, en la pintoresca tienda donde venden mocasines confeccionados a mano, esculturas Inuit, y esculturas hechas de pelo de caribú, tras comprar, me dieron en mano la palabra: «viajero»; en el Fifty Eight North, donde adquirí una bufanda y hojeé varios libros, me entregaron la palabra «condensación», en Imágenes del Norte, donde compré varias postales, hicieron lo mismo con «abrazo»; en la panadería La Gitana: «nevera»; en el Lazy Bear Café, un albergue construido con los restos de dos incendios forestales, donde nos alojamos envueltos y sumergidos en la calidez de la verdadera vida en una cabaña canadiense, con vistas a la tundra desde cada uno de los dormitorios, y donde cada tarde nos aguardaba para cenar una chimenea crepitante y platos como el pimiento a la brasa y el bisonte de Manitoba, nos entregaron el primer día de nuestra estancia: «espantapájaros» y el último día: «remolque», y en el Tundra Inn, donde fuimos a bailar y a tomar una copa, las palabras: «excéntrico» y «urogallo». Y a mí, siempre me ocurría lo mismo, cada vez, cada una de las veces en que alguien extendía el brazo y nos entregaba una palabra me quedaba maravillada, por la naturalidad con que lo hacía, como si no fuese algo del todo original y también por lo repetitivo, puesto que el acto era certero y nunca era casualidad, se repetía cada vez, sin sorpresas como algo rutinario. Me entusiasma ser testigo y parte del momento de la entrega. Alberto reía ante mi entusiasmo, para seguidamente leer conmigo la palabra escrita, y la realidad era que lo hacíamos con ganas y con una inmensa alegría, como si en ello nos fuese la vida, sabiendo que estábamos creando y coleccionado momentos para el recuerdo, como tantísimas otras veces lo habíamos hecho; preguntándonos, en esa ocasión, la razón por la que aquellas palabras en concreto y no otras, nos elegían a nosotros. Nos preguntábamos si con las palabras pasa como cuando conocemos a personas, si también en las palabras como con las personas hay mucho de azar y de destino, ¿por qué conocemos a unas sí y a otras no? Tengo que confesar que llevé las palabras en el bolsillo de mi anorak todos los días. Y, mientras explorábamos el interior de la señorita Piggy, o visitábamos el Cabo Merry y el museo esquimal de Churchill, o nos aventurábamos en conocer mucho mejor a los osos polares, incluso cuando contemplábamos las luces del Norte, las palabras habitaban en mi bolsillo y eso me reconfortaba. Porque cuando pienso sobre el valor de las palabras en mi vida, sé que me reconforta saber que las palabras están siempre ahí, de la misma manera para lo que quieres decir o contar, como para lo que quieres callar o no contar, pues las palabras no dichas, las no escritas, también forman parte de la existencia de cada uno, como la forman las que sí que han sido pronunciadas o puestas de largo en negro sobre blanco; y todavía reconfortan más, creedme, lectores míos, si dedicas tu vida como yo lo hago, a conocer las palabras del derecho y del revés, por el anverso y el reverso, a trabajar con ellas, a ponerlas en orden, a crear textos, ficciones e historias. Así que en esos días al norte de Manitoba, en los que Alberto y yo estábamos celebrando la vida, las palabras también estaban allí con nosotros. Me gustaba lo que veía, porque me gusta el olor del invierno, los días de invierno, besar el pan cuando cae al suelo y lo recojo, las cabañas, la buena comida, las luces de Navidad antes de lo habitual, y me gusta tener cerca a mi marido, que es amigo, amante y cómplice, y me gustan, por supuesto, las palabras y saber lo que significan, de hecho en una vida sin, creo que yo no existiría, tal vez, yo misma sólo estoy hecha de palabras. De modo, que no es extraño que me pasee por el mundo con palabras en los bolsillos. No. No es extraño.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz