Hay una pregunta que de tantas veces como ha pasado y sigue pasando por delante de mí me resulta tediosa desde su encabezamiento hasta contestarla. Y es esa que siempre comienza con: Si te fueras a una isla desierta… Al oírla en lo primero que pienso es que ojalá estuviese en ese preciso momento sola en esa misma isla para no tener que saber ni cómo sigue el enunciado, ni tener que contemplar cómo se abalanza sobre mí una cuestión cuyo objetivo sólo es el de que condense toda una vida en menos de que canta un gallo, como si escoger o resumir sólo fuese cuestión de blanco o negro. Cada vez que me encuentro en esa tesitura en la que veo venir galopando hacia mí el si te fueras a una isla desierta qué libro te llevarías contigo; o el, si te fueras a una isla desierta qué tres cosas te llevarías; o otra de similar, ―pues esta pregunta tiene no sé por qué una sorprendente infinidad de variables―, me invade un auténtico hastío y sólo tengo ganas de levantarme e irme a otro lugar. Sin embargo, el otro día, sin ni siquiera advertirlo mientras estábamos almorzando con unos amigos alguien la formuló pero rizando todavía más el rizo y soltó a bocajarro y para sorpresa de todos: «¿Si te fueras a una isla desierta preferirías permanecer en la isla diez años con una persona a la que adoras o un mes con una a la que no soportas?» Por unos minutos no pude parar de reír, porque la respuesta era más que obvia y de tan lógica como era, nadie puso sobre la mesa un argumento que defendiese la segunda opción. Por tanto, nadie le llevó la contraria al que dijo que permanecer un mes en una isla con alguien al que no soportas sería como permanecer en ella veinte años. Es más, encontramos acertado y muy pertinente el comentario. Sin embargo, no pude evitar que me asaltase la siguiente pregunta: «¿Si allí entre nosotros aun siendo amigos o conocidos había alguien al que yo en verdad no soportaba lo suficiente para pasar con él o con ella un mes en un lugar apartado y lejos de todo y de todos?» Y la respuesta no tardó en aflorar: «Sí». Entonces encontré en la pregunta su intención oculta: que era la de diferenciar entre los seres a los que detestamos y con los que no tenemos ningún trato, de los que sí que tratamos pero que en el fondo no soportamos. Y en el momento en que ves la trampa que encierra la pregunta, también ves el rostro de ese alguien con el que jamás te irías ni a una isla ni a ninguna parte y con el que no obstante tienes trato y frecuentas; al mismo tiempo que notas, ―al tomar conciencia de que por suerte tan sólo se trata de una suposición―, un alivio semejante al que hallas en el zaguán de tu casa cuando al cruzar el umbral de la puerta y cerrarla tras de ti, sabes qué es lo que se queda allí dentro contigo y lo qué se queda fuera, al otro lado de la puerta, en la calle, sin importante ni un comino. Pues es ahí en el zaguán de nuestra casa donde nos encontramos con el auténtico retrato de quiénes somos en realidad, de qué es lo que queremos en nuestra vida y qué no. En ese lugar considerado casi siempre como tan solo una zona de paso, cuando es en realidad reducto y morada, podemos reconocer si llevamos una vida plena ya que si nada te falta en ese zaguán es porque en tu vida está todo lo que tiene que estar. Todas las personas y cosas. No hay más. No es para nada complicado, ya que nuestra felicidad depende tanto de lo que está y de quien está en nuestra vida, como de lo que se queda al otro lado de la puerta. Tanto es así, que al cerrar la puerta, estamos echando el pestillo al fortín de lo que en verdad importa.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
María Aixa Sanz