domingo, 4 de junio de 2017

RETRATO


«La vida es desierto y oasis.
Nos derriba, nos lastima,
nos enseña,
nos convierte en protagonistas
de nuestra propia historia.»
―Walt Whitman―


Anoche Alberto y yo paseábamos como otras muchas veces bajo la noche estrellada, oyendo cómo los pájaros piaban en sus nidos, cómo cada animal emitía su voz particular antes de dormirse y cómo, en cambio, otros salían de su escondrijo diurno para cazar, cuando comenzamos a charlar de cuál es la mejor manera de plasmar las sensaciones. Pues esa mezcla de sonidos, de imágenes, de la noche limpia y fresca cuando estás en plena naturaleza, —ajena toda ella a los sonidos provocados por los humanos—, a nosotros nos produce mucho bienestar, y por encima de todo, y unida a otro tipo de sensaciones, la sensación de formar parte de algo tan sublime como inabarcable. 
Según Alberto las sensaciones sólo pueden llegar a plasmarse con palabras y aunque el trasmitir a los otros lo que uno siente por muy competente que sea el escritor no deja de ser algo difícil no es un imposible. Sin embargo, él opina que sí que es un imposible plasmarlo mediante la fotografía. 
Fotógrafo profesional como es, no tengo motivo para no creerle, para poner en tela de juicio su opinión. Llevo toda una vida compartiendo mí día a día con él para no haber oído de su boca en demasiadas ocasiones que una fotografía sólo es la captura de un instante y que la buena fotografía es la explicativa. Es la que cuando uno la mira se hace en unos segundos una idea en general de lo que ve. No obstante, según él, la fotografía aunque explica una situación, jamás puede explicar las sensaciones que embargan a los seres fotografiados porque nunca traspasa el alma. La fotografía es muda. Por mucho que uno sonría al fotógrafo o a la cámara jamás nadie puede adivinar hasta donde esa sonrisa es verdadera o falsa, puesto que cuando uno posa su actitud se modifica al instante, cambia. El fotógrafo siempre fotografía la forma, pero nunca el fondo. La imagen nunca llega al fondo. Las palabras sí. Alberto siempre ha sido contrario a esa máxima de que más vale una imagen que mil palabras. Es más, siempre hace hincapié en que si no existiesen las palabras ni siquiera podríamos explicar una fotografía. Quizás, por eso, él, ante la imposibilidad de poder fotografiar el fondo de las personas, ha preferido ser desde siempre fotógrafo de lugares y también, cómo no, de la naturaleza. Porque lo que ves es lo que hay. Un fotógrafo puede tener mejor agudeza e ingenio que otro o una perspectiva o visión distinta que haga que su trabajo se enriquezca más, pero ni los lugares ni la naturaleza le mienten nunca. Por el contrario fotografiar a las personas es fotografiar un mundo que el fotógrafo sensato, honrado, sabe que jamás va a poder fotografiar en su plenitud.  Puesto que cada persona es un mundo y hay un mundo en cada persona. Otra cosa muy distinta, según Alberto, es el retrato, si una fotografía es la captura de un instante explicativo, el retrato es la captura de un rostro que es incógnita y que nos debe plantear muchas preguntas por obligación, como misión, sino no es un retrato. 
He de decir que ni Alberto ni yo somos amigos de hacernos fotografías ni muchas ni pocas ni constantemente, tal como ahora en este siglo XXI se realizan. Hoy en día parece que toda persona vive a punto y dispuesto para ser fotografiado en cualquier situación. Es como: si no hay fotografía, no ha sucedido. Alberto y yo no somos así, nos gusta sentir y vivir el momento, y que éste se quede pululando para el resto dentro de nosotros. Ninguno de los dos precisa de una fotografía como testigo de algo, preferimos tener como testigo el recuerdo en la memoria, un recuerdo conjunto; por ello, son escasas tanto nuestras fotografías como los retratos. Evidentemente, de fotografía alguna que otra tenemos pero de retratos no. Por ejemplo, yo sólo tengo dos retratos que les separan una década y los dos son de su autoría. Dos retratos que invitan a preguntar, incluso a mí, cuál es mi mundo interior, cuánta vida vivida hay en mí, que mella ha hecho ésta en mi rostro, cuánta experiencia habita en mi ser y cómo me he convertido en quién soy en ese momento. Preguntas a las que con sinceridad sólo yo puedo contestar, por ello, esos retratos son valiosísimos y no son fotografías ya que en vez de explicar, preguntan. Un retrato, para darlo por bueno, según Alberto, a quien lo mira le debe hacerse preguntar cuántos puentes ha cruzado y cuántos puentes ha quemado la persona retratada. Si no es así, es un retrato fallido. En palabras de Alberto: «Un retrato, siempre obedece al intento del fotógrafo de apresar el alma del retratado, siempre tiene que dejar muchas preguntas en el aire, nunca debe de querer explicar.» Honestamente creo que Alberto al retratarme lo consigue. Pues a ratos ni yo misma me reconozco. Y la primera pregunta que brota de mis labios es: «¿Esa mujer soy yo?» Y Alberto, ante mi asombro, me responde que sí. 


Besos y abrazos a tod@s. 
María Aixa Sanz