«Mi intención no es tratar de decirle al lector
cómo ver las cosas, sino simplemente hablar del arte de verlas.»
—John Burroughs—
Los insomnes dormimos en mundos diferentes. Tenemos una vida paralela a nuestra propia vida y a la del resto de la gente. Vivimos más: el doble, el triple, el cuádruple en el mismo espacio de tiempo que otro ser. Sé que vivimos como el rayo. Intensamente. Ser insomne es agotador. Cansa. Y, o aprovechas esa forma tan personal de estar en el planeta o mejor te vuelas la tapa de los sesos. Así que: o te alias con el insomnio o el insomnio te destruye porque para los insomnes el día sí que tiene veinticuatro horas. Te acostumbras a darle su lugar a la noche y a planificar las horas, puesto que sabes, que la madrugada será más benévola si organizas bien tu existencia a favor del insomnio y no a la contra. El ardid y el éxito está en hacer mil tareas. En no estar quieto. En no parar jamás, nunca. Esto es algo que aprendes con los años, y, lo aprendes porque toda tu vida has sido insomne, incluso de niña. Si consigues que el insomnio no te irrite, si te tomas el insomnio como una rasgo de tu personalidad, si lo acoges con calma, si no te enfrentas a él como a un enemigo no hará de tu vida un imposible y no convertirá tu existencia en un estado perpetuo de mal humor y cansancio, sino que al revés, comprobaras que dormir o mal dormir únicamente durante tres o cuatro horas no te resta vitalidad para encarar el día. E igual estás más fresco que quien duerme como una marmota durante toda la noche. Es evidente que hace muchísimos años ya que aprendí a ser cómplice del insomnio, a crear un ambiente que facilite la llegada del sueño, a ocupar mis horas de insomnio con quehaceres que no alteren mi espíritu pero sí que entretengan mi desvelo. Y ahora, en esta negra noche, cuando pasan más de las tres de la madrugada en los relojes, como una más de los insomnes en la noche que pueblan el mundo, aquí estoy, escribiendo, mientras al otro lado de la ventana el vórtice polar trasnocha por Manitoba. Nunca pensé que se podía vivir a tantos grados bajo cero. Pero se puede. Sí, se puede. Se puede del mismo modo como se puede vivir en mitad del inmisericorde calor que se adueña del verano en otros lugares del planeta. No hay más mérito en esto que en aquello. Puede haber preferencias, pero más mérito, no. Puesto que los extremos nunca son buenos. No obstante, pocas cosas existen comparables a las praderas de Manitoba nevadas, a los parhelios o sun dog que nos brinda el sol en alguna mañana, a las luces del norte en la noche, como también, pocas cosas hay que se asemejen al dolor del tórax al respirar a causa del frío, un dolor que es como un grito o un lamento de unos pulmones que no desean quedarse a la intemperie, o a como a la intemperie las palabras se congelan antes de salir de tu boca. Pero ahora no estoy en el exterior, estoy en el interior de la casa, que es más refugio de lo que nunca lo ha sido. Estoy aquí, el fuego arde en la chimenea, la casa amiga abriga en esta noche, y mientras entretengo el insomnio con el ciclón polar, engarzo palabras como quien engarza cuentas en un collar. Es en el silencio de la noche donde las historias más viejas toman cuerpo y te recorren con la cadencia de la música vieja, de las leyendas olvidadas y se apropian de ti a palabras, a pensamientos, en un sentir. Rascan en la superficie del cristal de la ventana, acompañando el azote de la tempestad, emborronan el papel en blanco, bailan en los párrafos del libro abierto, se presentan ante ti. Las botas descansan en el suelo, los pies descalzos escondidos en gordos calcetines de lana se mantienen posados sobre el lomo de Nuna, y la historia se entreteje con el insomnio. ¡Cuánta belleza poseen las historias que te sorprenden en la noche, a deshora y a trasmano! Tienen bastante de mágicas y de susurro, a sottovoce. Son una suerte de favor en la vigilia. Alegoría y romance unas veces; enrevesadas, obscuras e intrigantes, otras. Y de pronto, entretanto pienso en la materia verdadera con la que se componen las historias, veo sin ver, veo con los ojos del alma, como si se pasease, sin ser cierto, sobre la superficie de la mesa donde estoy escribiendo ahora mismo la figura de un zorro ártico blanquísimo que ya ha mudado el pelaje y ha dejado su marrón para confundirse con la nieve. Entonces sé, —como en las leyendas—, que se hará justicia con quien ha cometido una acción reprobable. Es eso lo que significa ver un zorro polar, ya sea con los ojos del alma o del rostro, como una viva imagen o como una sombra. Los zorros árticos son el recordatorio de que siempre hay alguien vigilante para que el mal jamás descabece al bien, para que se mantenga el equilibrio y el orden natural del planeta y sus habitantes de bien. Me reconforta saber que hay alguien ahí fuera custodiando la bondad y la honestidad. Nuna se estira bajo mis pies, sé que tiene calor, que en esta habitación hace demasiado calor para ella en esta noche glacial, recuerdo que la gruesa piel de los zorros polares cubre también la planta de sus pies para que puedan de ese modo desplazarse por el hielo. Nuna se levanta y se va a dormir a otro lugar de la casa. Antes de salir de esta estancia, se vuelve y me mira. A saber qué fue en otra vida, pienso, igual fue zorra y ártica, o quizás, una inspiradora de historias para que otros las hilen, piensen y escriban. A saber. Y aun sin saber, tengo la sensación de que siempre me da más de lo que yo le doy. Sé que me entrega algo intangible que no se puede adquirir de otra manera, solo compartiendo tiempo y silencio con ella. «A saber», musito a la noche. Dentro de unas pocas horas amanecerá. Miro de hito a hito al insomnio y le digo: «Ahora me toca a mí». Y apago las luces. Apago la luz.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz