«Vivir en un mundo donde las respuestas
a las preguntas pueden ser tantas y tan buenas
es lo que me hace salir de la cama y calzarme las botas cada mañana.»
―Sue Hubbell―
El lunes fue un día extraño, de emociones ambivalentes y encontradas. A partir de mediodía el signo de la jornada cambió, exactamente, cuando me dieron la noticia de que Sue había muerto. Se había dejado morir. Treinta y cuatro días es lo que tardó la vida en abandonar su cuerpo. Le habían diagnosticado Alzheimer, y en septiembre, tras desorientarse y encontrarse perdida durante catorce horas, decidió dejar de alimentarse. El nueve de septiembre comió un pomelo y no volvió a ingerir nada más, ni liquido ni sólido. Un pomelo fue su último alimento, en su voluntad estaba no consentir que el Alzheimer desdibujase su vida a su capricho. Decidir su muerte, dejarse morir, era para ella, el triunfo de seguir viviendo valientemente a su manera, en este caso, muriendo. La muerte por suicidio me impacta, los suicidios me desconciertan, me dejan clavada en el suelo, la gallardía del suicida, esa valentía para desconectarse de la vida, para decidir que para él no habrá un mañana, me deja atónita y me sobrecoge. Y el lunes me quedé como detenida en el tiempo, y al pensar en Sue, al repensar en ella, tomé conciencia de cuán importante ha sido para mí. Constaté cómo de presente está en mí día a día de una manera familiar con sus experiencias y su sabiduría pegadas a la naturaleza y a sus inmensas ganas de absorber lo que el Universo le tenía reservado. Cuando la conocí me sorprendió la manera en que al oírla hablar desenterraba sin saberlo recuerdos dormidos de mi niñez en el mundo natural, desde entonces le tengo el sincero afecto de quien te devuelve algo que es tuyo. Mi último pensamiento sobre Sue, fue, que sin ninguna duda vivió hasta el último segundo de su vida de una manera inteligente, profunda y por qué no decirlo, trascendental. Sue era todo lo contrario a un ser plano, a un ser insustancial, por eso arraigaba en los otros, por eso llegaba a expandirse en ti. Era una mujer valiente que miraba de frente y a los ojos. Sí, Sue poseía esa clase de valentía que nace de la madre Tierra, una valentía que ante el deterioro de su cuerpo, que no de la vida, la hizo actuar como era ella. Repensándola, me percaté de que otra forma de morir hubiese sido una total injusticia para Sue. Y, sí, me di cuenta, de que murió como vivió y sé que soñó tanto inconsciente como conscientemente en las últimas semanas de su vida antes de tomar su decisión con esa forma exacta de morir y no otra. Tardé unas horas en volver a sonreír al pensar en Sue, y lo hice al día siguiente cuando hablando con Montgomery, ―el carnicero―, me contó al estar detenido frente a la máquina de cortar, que el día antes le llamó la atención el rodar de la hoja, o más que el rodar el punto donde frenaba y se atascaba, pero lo dejó estar, porque estaba agotado y sólo tenía en mente una cosa: acostarse cuanto antes, cerrar los ojos y dormir, a poder ser profundamente como anestesiado. Y así lo hizo, cuando horas después cerró los ojos, sin sorpresas se quedó profundamente dormido como era habitual en él. A la mañana siguiente insólitamente se despertó con dolor de cabeza y como le extrañó se detuvo a buscar el porqué de aquel pertinaz dolor ya que tenía la impresión de que el cráneo se le fracturaría de un momento a otro como si fuese un melón al caer desde cierta altura. Fue entonces cuando recordó que había soñado, él que creía que no soñaba. Se alegró de soñar, porque pensaba que los sueños eran como la moraleja de la existencia, y muchas veces se había preguntado a sí mismo si tan plana e insustancial era su vida para ni siquiera soñar. Fue su preocupación por llevar una vida insustancial o no, lo que hizo que brotase en mí de nuevo la sonrisa al pensar en Sue.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz