«Y tú vuelves a estar aquí conmigo, escuchando conmigo: el mar
ya no me atormenta; aquel
que yo quería ser es quien soy.»
―Louise Glück―
«Tiene la costumbre de dibujar círculos en el cuerpo de ella con la punta de sus dedos. Le gusta. Entonces, cuando están lejos el uno del otro, se concentra y rememora el sutil movimiento sobre su piel hasta conseguir sentir el pulso de la vida recorriendo la sien de ella en su propia sien, y se siente bien, en paz consigo mismo, con ella, con el mundo. La vida, juntos, tiene bastante de poesía. Hay tanto amor en ellos, un amor calmo sin bordes afilados, que todos sus gestos se vuelven minimalistas, y aun así, el uno al lado del otro siente la plenitud del ser. Se conocen tan bien, que con poco les basta; con estar, les basta; con pegarse el uno al otro, les basta. No necesitan tirar de grandes palabras, ni de actuaciones, ni de argumentos pomposos, ellos dos están, y están sin fisuras el uno junto al otro. A él le encanta observarla mientras pela nectarinas para los dos, y las trocea en pequeñito y se comen los trocitos en silencio. Hay algo en los gestos de las cuatro manos, de ese pasarse la comida, de ese comer el uno del otro, que unos ojos extraños comprenderían inmediatamente que lo que tienen es de lo bueno, lo mejor. Sin aspavientos, ni parafernalias, llevan años amándose. Desde el primer día se acoplaron los caracteres y el respirar.» Matthew Gergs colocó en ese punto un ticket del último partido de los Bisontes de Manitoba como marcador de lectura. Cerró el libro y se levantó a mirar por la ventana, sabía cómo terminaba el libro puesto que ésa era la tercera vez que lo leía, leer esa historia de amor definitiva y bien armada le daba confianza en la vida, le devolvía la fe en el amor. Los protagonistas del libro se mantenían juntos durante décadas, minimalistas y felices, y sólo la muerte les separaba, ―si es que la muerte puede separar algo más que lo físico―, pero lo cierto era, que primero moría, uno, y a la semana exacta, el otro. Lo significativo de esas muertes, para Matthew Gregs, no era quién de los dos había muerto antes, sino que el segundo había muerto de amor. «Sí, se puede morir de amor, aunque sea más infrecuente que de desamor. Sé puede», pensaba Matthew con cada relectura. Eso le agradaba. Le consolaba, sin saber exactamente la verdadera razón. Quizás el motivo por el que le llegaba a reconfortar tanto era porque de ese modo encontraba un sentido o una explicación elevada a la necesidad de enamorarse y de estar enamorado, a apostar por amar, en vez de no hacerlo. Matthew Gergs pensaba, que si uno se enamoraba y apostaba, existía la probabilidad, aunque fuese una entre millones, de llegar a conectar con un alma desconocida y ser tan grande la conexión que resultase posible sentirse plenos en el minimalismo de la intimidad, cómplices en la contención de las caricias y compinches en la abundancia de los besos, e incluso podía resultar posible, llegar a morir de amor. Leer ese libro, leer esa historia para él, era la garantía de que podía ocurrir, de que en el mundo esas cosas ocurrían, a los protagonistas de la historia les había ocurrido. Entonces, valía la pena intentarlo. Era aceptable. Se podía asumir el riesgo, aunque el resultado fuese un total desatino o un enigma, valía la pena. Matthew Gergs, ―me indicó, la otra mañana, tomando una cerveza en el porche de la granja de Margot―, que lo que no podía tolerar, era pensar en el cero. En que en su vida la posibilidad de que eso sucediese se redujese a cero. Lo que Matthew Gergs no podía sobrellevar era al despertar no tener un amor por el que apostar. Un motivo por el que sonreír. Una posibilidad convirtiéndose en algo. Un cero de camino al uno. Lo que Matthew Gergs no quería para sí era un cero. Un cero sin esperanza.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz