«Aprendí que no importa lo que pase, o
que tan malo pueda parecer el día de hoy,
la vida continúa y mañana será mejor.
Aprendí que las personas podrán olvidar
lo que dijiste, podrán olvidar lo que hiciste,
pero nunca olvidarán cómo las hiciste sentir.»
―Maya Angelou―
Un hombre sentado en una silla de playa en un pequeño embarcadero en el lago de Manitoba sabe lo que es la pasión. Una mujer que acaba de tender la colada en la parte de atrás de su granja en Manitoba y bebe una limonada sentada en el porche, sabe lo que es la pasión. El eco y las voces de sus setenta y cinco veranos han quedado atrás. Los dos son mis vecinos, y a su vez, ellos, también son vecinos desde hace muchísimos años. Si se remontan a pensar en qué año empezaron a escribirse cartas a espaldas de todos, tienen que remontarse mucho. Les vi buscar a tientas la carta del otro en sus respectivos buzones. Una carta que ellos mismos depositan cuando el sol desaparece en el horizonte, a pasitos cansados van y la dejan allí a espaldas de todos, también; y el otro, antes de que salga de nuevo el sol, la intercepta y se la lleva consigo, entre el dos y el cuatro de cada mes. Si, las cartas de él están escritas con su caligrafía ampulosa y perfecta y se comprende con un simple vistazo que las que finalmente envía son el fruto de la mesura para que no contengan nada ni intachable ni reprochable pero sí la belleza de los pensamientos reposados; las de ella, poseen la fuerza natural de brío, de la espontaneidad, del aquí y del ahora, y la belleza de lo inmediato con una letra ilegible que él ha aprendido a leer y que seguramente solamente él es capaz de descifrar y leer, porque además ella no escribe para nadie más. Es más, sé puesto que me lo confesó ella misma mientras este verano tomábamos cada una un vaso de limonada acabada de sacar del frigorífico y ruborizándose bastante al hacerlo: que sus hijos y sus nietos, su familia más cercana, cree que es casi analfabeta. En esa misma conversación también me confío que la vida le ha enseñado que un amor para toda la vida de espaldas a todo, menos a la vida, y al mismo sentimiento de amor, no es menos valido, ni menos sólido, ni menos poderoso que el más común de los amores. “Por supuesto, que no”, le respondí. «Aunque a veces, en algunas ocasiones, te da la sensación de que te has quedado al margen del camino, pero luego algo ocurre, algo muy simple o muy nimio, y compruebas que no, que sólo ha sido una sensación pasajera y que todo está bien. Todo es como debe ser. No recuerdo exactamente la razón por la que surgió esta historia, recuerdo el día, pero no el motivo, pero la realidad es que la historia existe, esta historia de amor es tan real como este día de verano, y una vez al año él y yo, o yo y él, dejamos de escribir en los papeles para escribirnos sobre la piel. Una vez al año nos vemos desde hace décadas. Todos los años la misma excusa, la misma huida, el mismo viaje, el mismo lugar y luego las pieles. La pasión se trata de eso, del encaje de las pieles, del deseo y del hambre de otra piel. Pero, y he aquí el gran descubrimiento: también del hambre de palabras. La pasión también son palabras. La pasión también es el hambre y la sed de palabras. Entonces, las palabras se tornan como una segunda piel. Luego volvemos a la rutina de la vida ordinaria, y en lo ordinario, lo extraordinario de nuestras cartas. Somos como transeúntes que transitan de la piel al papel. Transeúntes de pieles y palabras. Al regresar no puedo jamás dejar de hacer la misma apreciación: “Mi vida sería un auténtico desastre, un disparate sin él”; y las mismas preguntas: “¿Cuántos como nosotros somos sobre la Tierra? ¿Por qué nadie en nuestro entorno se da cuenta de que la felicidad que nos embarga es distinta a todo lo conocido? ¿O acaso se dan cuentan y no se preguntan de dónde procede o si lo saben prefieren no saber?”»
«No sé, a veces como le respondería el escritor portugués: “somos ciegos que pueden ver pero que no miran”», le contesté yo, apurando la limonada.
«Exacto», me respondió ella, y puso su mano sobre mi mano, se levantó de su silla, recogió los vasos vacíos y siguió con la vida.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz