«Mi corazón era un muro de piedra
que tú de todas formas traspasaste.»
―Louise Glück―
Entre las recetas que Margot cocinaba y compartía con nosotras los sábados había unas cuantas heredadas de Galileo, el tipo que había levantado y vivido en el cobertizo situado a la izquierda de la granja, en la misma finca. La primera vez que Margot lo vio siendo una niña, Galileo estaba trajinando con una sartén de hierro que a Margot le pareció enorme. Y frente a él y a su lado tenía todo un arsenal de alimentos para cocinar y pequeños botes, que eran todo un enigma para Margot, de los que Galileo sacaba multitud de especias. Maravillada como estaba la pequeña Margot, comprendió en pocos segundos dos cosas: La primera, que Galileo se aplicaba a cocinar con auténtica pasión; y la segunda, que ella quería sentir una pasión parecida por algo que pudiese crear con sus propias manos. Como no se le ocurrió, así a bote pronto, en ese momento, nada con lo que poder apasionarse le preguntó a Galileo si podía aprender a cocinar con él. Galileo accedió, para alivio de Margot. Margot estaba acostumbrada a buscar puntos de apoyo, caminos para crecer y lecciones de las que extraer respuestas, fuera de casa. Con una madre con los nervios desequilibrados, vaga, aguafiestas, terriblemente amenazante, al borde del colapso todos los días del año, con la que siempre se tenía que ir con pies de plomo, no le quedaba otra. Margot había aprendido de muy jovencita a vivir sin molestar, a responder con la contestación que menos problemas pudiera ocasionarle, a hacer lo que se esperaba de ella más allá de sus deseos, a ser autosuficiente, a contener la impotencia, a buscar su propia escuela de todo y también de sus sueños. Pronto comprendió que crecer con una madre egoísta y perturbada no era una buena vida, pero sí, en cambio, era una buena formación en la vida. Con los años entendió que sobrevivir, e ir creciendo y hacerse adulta, a pesar de esa madre trastornada, te convertía en una auténtica superviviente, en una maestra de la diplomacia, en alguien ducho a la hora de esquivar conflictos, en una experta a la hora de guardarse para sí los verdaderos sentimientos, de aguantar y de poner al mal tiempo buena cara. Es decir, y resumiendo, Margot desde que tenía uso de razón se había acostumbrado a la pasmosa y desconcertarte soledad que es vivir sin madre. Lo que le hizo aprender con rapidez el valor de todo, aprendió a dar valor a lo que sí que lo tiene, a las palabras que sí que importan, a los gestos, a las horas, a las veinticuatro horas de un día, a los días, a los siete días de la semana, a las cuatro semanas de un mes, a los doce meses del año, en definitiva, a la vida, como el bien preciado que es y que se ha de saber utilizar a tiempo completo, sin malbaratar ni la jornada ni los planes de nadie, ni por supuesto, los propios. Y fue concretamente a Galileo, al tipo del cobertizo, a la primera persona que Margot le confesó, ―como un torrente que nadie podía detener―, el estado de su existencia. Galileo, en esa confesión, vio a la verdadera Margot: una jovencita que haría durante toda su vida todo lo que estuviese en su mano para no parecerse en nada a su progenitora, y diantres, no tuvo ninguna duda de que lo conseguiría, y lo consiguió. Y entre las cuatro paredes escuálidas del cobertizo, Galileo, la escuchó. Que la escucharan para Margot era algo desconocido. Que la escucharan atentamente, que viesen en ella a un individuo con sus inquietudes y sus anhelos, con sus angustias y sus alegrías era algo grandioso. El cobertizo y Galileo se convirtieron en el pilar donde Margot se apoyaba para seguir. Nunca para ella existieron unas paredes ni más nobles ni más robustas que las del cobertizo, ni un hombre más piadoso ni más verdadero, que Galileo, porque ambos eran capaces de soportar lo insoportable de su vida. Resultaron ser tan determinantes y definitivos que Margot nunca ha necesitado otro templo que el cobertizo, ni otro verdadero amigo que Galileo. Sí. Margot a veces mientras cocina te cuenta todo esto, con la resignación de los que sí que han experimentado en su propia piel durante años el vivir resignadamente. Lo hace con la sonrisa en el rostro y sin rencor, mientras con las manos trajina con diligencia y por supuesto, con auténtica pasión; y, para concluir, sentencia: «En fin, los caminos del Señor son inescrutables.»
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz