Nuna en Caótica |
«Gracias a Dios, los hombres no saben volar, pues arruinarían
los cielos al igual que están arruinando la tierra.
Al menos, por el momento, el cielo está todavía a salvo.»
―Henry David Thoreau―
Ayer, domingo, estaba tumbada con Nuna al sol de primavera y me pregunté a mí misma: «¿A qué saben los domingos de primavera?» La respuesta brotó de repente, como si hubiese estado esperando agazapada junto a nosotras. «A fresas con nata, al verano que está por venir, a amor del verdadero en cada poro de la piel.» Si ya de por sí me gustan los domingos, los domingos de primavera todavía me gustan más por esos tres motivos. El domingo es mi día preferido de la semana. De los domingos me gustan como trascurren lentamente pero sin vacilaciones, un domingo en pausa es un domingo feliz. Quizás puesto que ayer fue uno de esos domingos, hoy, estoy teniendo un lunes disperso. Durante todo el día he sido consciente de que debería concentrarme en unas palabras en concreto, en un texto, en contar algo. En cambio, aquí estoy dispersa sin poder evitarlo, sin querer evitarlo, con la cabeza llena de vida, llena de primavera, llena de amor. Sonriendo feliz porque observo cómo la primavera este año está dentro de mí y con facilidad me distraigo con el cielo azul cielo. Cuando contemplo ese azul cielo surgen en mí espontáneamente las ganas de preguntarle a Nuna: «¿Si ha visto algo tan bonito, algo tan lleno de vida y de energía positiva como este cielo nuestro de primavera?» Ella me mira con sus ojos de perra tranquila, relajada, de quien está a gusto en un lugar determinado y en una postura en concreto. La amo tanto que la conexión que tengo con ella me inunda de paz y la paz siempre es inspiradora. Al ser contadora de historias me es necesaria esa paz inspiradora que Nuna me regala muchas veces, como también me es necesario tener presente qué me han enseñado las palabras, pues al fin y al cabo, son el instrumento con el que trabajo todos los días de mi vida. De las palabras he aprendido que son ellas las que unen a los seres, las que devuelven el amor a nuestra existencia, las que tienen la potestad de darnos la vida, de atarnos a alguien que nos hará felices eternamente; y por supuesto, también, he aprendido de ellas que poseen el poder de provocar todo lo contrario. Pero, al ser yo, una mujer a la que le gusta extraer siempre de la existencia lo positivo, prefiero aliarme con ellas desde su luz, para al reflexionar hacerlo desde la cara soleada de la vida. Pues quiero que el lector que se encuentra conmigo en el reverso de mis palabras, éstas le insuflen ganas de vivir. Aquí a mi lado tengo un montón de notas en papeles distintos con las que debería escribir un texto y con alevosía las aparto, no las miro ni siquiera de reojo, porque de preferir prefiero encontrar antes el enfoque y la perspectiva para que al escribir lo que quiero escribir: el texto que brote de mí, esté escrito desde donde yo habito el mundo, es decir, desde el lado bondadoso y generoso de la existencia. Para ello, me he sentado un rato al lado de Nuna, y al notar como late su corazón por debajo de la palma de mi mano y comprobar como toda ella confía en mí y se relaja y poquito a poco se apodera de ella un sueño profundo y reparador, he sabido sin saberlo, que al texto que quería escribir le sobraban la mayoría de las frases. Pues cuando tienes la mano sobre el corazón de un animal no humano los sentidos se agudizan y la existencia se vuelve más sencilla. Quería escribir sobre la monstruosidad que existe en los animales humanos y que no tiene lugar en ningún caso en los animales no humanos. Quería escribir un texto largo, pero me he dado cuenta de que no hay por qué extenderse sobre lo evidente. Pues cualquiera puede darse cuenta de la superioridad moral que poseen los animales no humanos frente a nosotros los animales humanos. Cualquiera ha podido percatarse ya de que los animales humanos son la única especie capaz de realizar actos deleznables que ninguna otra especia es capaz de perpetrar. Cualquiera ha podido comprobar con solo mirar el noticiario de turno que los monstruos pertenecen a nuestra misma especie, que los monstruos no son seres irreales que pueblan los cuentos de los niños o sus pesadillas, los monstruos para desgracia de todos, caminan por nuestras calles, son nuestros vecinos, nuestros amigos, nuestros conocidos, incluso nuestros hijos, padres, madres o nuestras parejas sentimentales. Por ello, me invade una profunda tristeza por lo injusto del calificativo, ―puesto que conozco el peso y el poder de las palabras y su significado―, cuando a un monstruo en vez de llamarlo monstruo, pues es lo que realmente es, le llaman: animal. Ya que cuando le llaman animal me están insultando a mí. Yo también soy un animal. Somos todos animales. Humanos o no humanos, somos todos animales. Y el hecho de que los animales humanos tengamos conciencia de finitud no nos da derecho a sentirnos superiores ni a denigrar al resto de los animales, llamándole a un monstruo: animal. Puesto que los monstruos son esos otros seres que nunca tendrían que haber nacido. Y lo que en realidad deberíamos hacer los animales no humanos, es decir, nosotros, es además de acostumbrarnos de una vez por todas a llamar a las cosas por su verdadero nombre, es aprender a vivir con más conciencia, no sólo con la conciencia de finitud o de caducidad. Los animales humanos tenemos que aprender, sí o sí, a vivir con conciencia pues nos es necesaria, ya que el hecho de haber vivido durante tantas décadas sin conciencia lo único que ha provocado es que hayamos convertido el planeta Tierra en un absoluto desastre. Olvidándonos en el envite de la realidad más valiosa por esclarecedora y es que los animales humanos somos los más débiles, ya que ni los animales no humanos, ni el resto de seres vivos, ni el planeta nos necesitan para nada. Ellos a nosotros, no. Nosotros a ellos, sí. Nada más y nada menos, que les necesitamos para vivir. Y ese no es asunto baladí, ni menor.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz