lunes, 26 de marzo de 2018

EL ALMA EN CALMA



No me importa hacerme vieja y que mi cuerpo vaya cambiando. Metamorfoseándose y transformándose primero en mi madre y luego en mi bisabuela. No me importa dejar de ser joven, si ello significa saber cómo afrontar las trampas de los días lucidos. Si ya el pasado verano oí un clic en mi interior que me hizo disfrutar de una paz insólita e inusitada en mí, ahora sé que sólo fue el principio de lo que tenía que llegarme en este invierno en la soledad de Canadá. Desde niña, bueno, desde siempre he tenido la sensación, de que he sido más madura y he poseído una lucidez y una fortaleza mental mayor de la que me correspondía por edad. Y la vida con su realidad me ha demostrado cuánta razón había y hay en esa sensación o en esa percepción, pues gracias a esa anticipada madurez, a esa fortaleza mental y a esa cabal lucidez, ―desde que tengo uso de razón―, he ido sacando a flote los distintos envites a los que el destino me ha ido abocando, teniendo que asumir y hacer frente a vivencias que para nada han correspondido tampoco a la edad de cuando estaba sumergida en ellos. Hoy soy una mujer madura. Cuarenta y cuatro años son pocos si se ha vivido poco, pero son  muchos si se ha vivido mucho. Cuarenta y cuatro años son suficientes para como Thoreau crear toda una obra que traspase los límites del tiempo y del espacio o para con trabajo, disciplina y talento haber cumplido tus sueños. Cuarenta y cuatro años son demasiados para no saber aún que la vida es esto, que no hay gamusinos a la vuelta de la esquina, que ya hace tiempo que los últimos estertores de la juventud han quedado atrás. Y, ahora, que estoy en la fase de ir entendiéndolo todo, en el que las últimas piezas del puzle que es la existencia van encajando, en ese entrar en la madurez e instalarme en ella, pues en ella es donde al fin y al cabo ha de transcurrir mi futuro: la lucidez se presenta como el demonio de las mil caras. En la madurez y ya qué decir en la vejez, la lucidez es quien ahoga y asfixia, quien roba la alegría, quién usurpa instantes felices al cúmulo de momentos que es vivir. Y para combatirla a ella, a sus mil caras y a sus trampas, uno debe tener elementos para zafarse y con los que librarse de esa claridad mental, de esa abrupta cordura que entristece, en un combate que siempre será un cuerpo a cuerpo. Para tener el alma en calma uno debe poseer una existencia plagada de ardides. Aunque lo fundamental, lo que en verdad nos fortalece, es la fuerza del amor en todas sus formas. El amor es quien nos mantiene vivos y nos sostiene en la vida, por eso un te amoy un te necesito jamás deben ser vistos como un instante de flaqueza o debilidad sino como lo más inteligente que el ser humano puede decir si de ese modo lo siente. Ese te amo y ese te necesito si nace de la verdad es la llave para abrir todas las puertas, incluso la del perdón, y por supuesto, la del alivio interior, reparador y tranquilizador. Así que si en tu vida hay amor y tienes un compañero de vida y de viaje, un cómplice, que es tu lugar en el mundo y que él ha hecho de ti su nido, tienes un talismán. Si eres la red y la sed de alguien tienes la fortuna de tu parte. Pero aun con todo el amor del mundo no basta, pues la lucidez es asunto arduo a la hora de ser derrotado, de manera que en tu haber también debes contar con otros ases en la manga. Como por ejemplo, lectores míos, pueden ser en mi caso: seguir con una firmeza absoluta los pasos a los que mi intelecto y mi curiosidad y mis ganas siempre me han unido, es decir, al oficio de contar historias para desentrañar el alma humana; mantener un contacto permanente con la naturaleza para sentir la plenitud de la vida en toda su extensión; cantar canciones al oído de mi amado amor para engrandecer nuestra historia; leer sentada en un rincón para obtener algo muy parecido a la desconexión;  conservar una viveza sensorial atenta y despierta que me ayude a crecer como ser humano; entender y estar en comunión con el trino de los pájaros para que su dicha sea parte de la mía; maravillarme con los colores y las formas de las flores puesto que la vida en color resulta ser al menos para mí un lugar mejor; y también cómo no, caminar en la tempestad o a pleno sol, con tal de no sentirme enjaulada, atrapada, retenida contra mi voluntad. Y sé, que sólo de ese modo, plantándole cara con nuestros particulares subterfugios a las trampas de la lucidez, en algunos días  podremos advertir cuán bendecidos estamos. Sólo de ese modo podremos constatar que en nuestro existir hay días en que la rosas no tienen espinas y seguir viviendo confiando en que sea verdad lo que el sabio Sándor Márai solía decir de que en la vida ocurre todo lo que tiene que ocurrir y, al final, todo encuentra su lugar; o también en lo que el viejo tejo pensaba de que quién resiste, aguanta.



Besos y abrazos a tod@s. 
María Aixa Sanz