Todos soñamos mientras dormimos pero no todos recordamos nuestros sueños al despertar. Yo soy una de esas personas, y si recuerdo alguno al despertar siempre son los sueños que acompañan al instinto. Son sueños que me avisan o me ponen sobre la pista de cuál será el rumbo que tomará mi existencia. Y lo que es una auténtica maravilla es ver cómo transcurre todo hasta que el sueño se alza triunfante como una señal premonitoria. Habré tenido dos docenas de sueños así a lo largo de mi vida. Sueños premonitorios. Los recuerdo perfectamente de tan espaciados en el tiempo como están y de cómo se tornaron realidad. Así que seguidamente os explico alguno de ellos para que valoréis sin fueron anunciadores o no. El primero que os voy a contar acaeció en el verano de hace cinco años, entonces fue cuando soñé que estaba tumbada y sobre mi tenía un cachorro de perro negro como la noche lleno de rizos al que llamaba Marley. Al despertar le conté el sueño a Alberto y me preguntó: «¿Acaso quieres adoptar un perro?» Le respondí que no. Rotundamente no. Porque no sabía cómo podría encajar un perro en nuestra forma de vivir. En el mes de enero siguiente, en un frío atardecer, un ladrón entró en nuestra casa. Entonces decidimos adoptar un perro y teníamos muy claro qué razas no queríamos. Alberto dio sin buscarla expresamente con una camada de schnauzers gigantes que había nacido a finales de diciembre. Y yo que jamás había visto un schnauzer gigante y ni siquiera sabía que esa raza existía, el veintidós de febrero, tuve en mis brazos a una schnauzer gigante de casi dos meses de edad, negra como la noche, llena de rizos a la que llamamos Nuna. Muchas han sido las veces en que he pensado que si no hubiese existido el ladrón no la hubiese conocido aun habiéndola soñado medio año antes y no me hubiese regalado la primera de sus lecciones que fue que lo mejor siempre está por llegar. Por lo que se refiere al segundo sueño premonitorio que os quiero contar y que he escogido al azar, deciros sobre él que es bastante reciente. Hace un par de meses soñé con que un amigo con el que siempre surgen disputas porque me es imposible estar ideológicamente de acuerdo con él, y no porque tengamos opiniones políticas distintas pues eso es sostenible en una amistad sino porque es un veleta. Es decir, él tiene una opinión formada al respecto de algo y cuando sale su líder político y se posiciona sobre ese mismo tema si su opinión no coincide con la de su líder, él la cambia automáticamente y suscribe lo que su líder político dictamina. Dando un giro de ciento ochenta grados y para más despropósito quiere que el resto de la gente que está a su alrededor comulgue con esa nueva opinión. Sobra decir que deja a todo el mundo estupefacto. Aun así le he soportado siempre. Bueno, pues soñé con él, soñé que pasaba por delante de mí y no me saludaba. Y al cabo de unas semanas, ante su preocupación por la sequía, no sé qué resorte debí pulsar en él ya que sin esperarlo volé por los aires nuestra amistad cuando le dije: «No te preocupes, que cuando tenga que llover, lloverá. Que como mi Carmiña dice en Caótica: “A lo más oscuro amanece Dios.”» De tal forma que el sueño de que pasaba por delante de mí y no me saludaba acabó convirtiéndose en realidad, de una forma absurda, pero real. Y ahora os voy a contar otro de mis sueños y que he recordado gracias a esa frase que al parecer tanto horror le causó al de la sequía. Se trata de la historia de la figura de San Nicolás que me acompaña desde algo más de una década y del sueño premonitorio que predijo su existencia. Hace mucho pero muchísimo tiempo una noche soñé que había perdido un bolso verde de terciopelo con flores bordadas, pero lo que más me asustaba de la pérdida era extraviar algo que contenía el bolso y que no era la cartera, ni el teléfono móvil, sino lo que realmente no quería perder por nada del mundo era una figura de un San Nicolás vestido de rojo de unos diez centímetros de altura, en la que San Nicolás llevaba un abeto en una mano y una cesta en la otra. Al despertar recordaba con exactitud tanto el bolso como la figura, y aunque ninguno de los dos me pertenecía ni los había tenido nunca entre mis manos, sentí un inmenso pesar por la pérdida de la figura. Año y pico después, cuando Alberto y yo vivíamos en Bergen, en Noruega, al pasar un día por delante de un escaparate de una juguetería me llamó la atención un tren de madera y entré a preguntar, entonces vi junto al mostrador en una gran cesta que contenía decenas de pequeños juguetes a mi San Nicolás. Lo reconocí inmediatamente ya que era exacto al de mi sueño. Era idéntico. Y supe que no podía irme de la tienda sin comprarlo. Pues era como si me hubiese reencontrado con algo que siempre había sido mío y una gran alegría me invadió. Olvidé el tren y por lo que había entrado en el establecimiento. Pregunté por el precio de la figura, pagué y me la llevé conmigo. Al volver a la calle estaba inusualmente tranquila. Después de muchos días encontré la paz en mi interior, como si algo dentro de mí hubiese recuperado el equilibrio. Los últimos días habían sido extraños y demasiado tristes, era marzo de 2004, y la masacre de los atentados en Madrid había hecho tambalear todo nuestro pequeño Universo. Y me dije a mí misma: «A lo más oscuro amanece Dios.» Desde aquel día lo llevo en el fondo de cada uno de mis bolsos. Pues cuando lo sostengo entre mis manos sé que todo termina pasando, encajando, arreglándose, solucionándose. Que la tristeza también pasa y que no hay tormenta sin sol. Entenderéis, lectores míos, por qué no puedo dejar de creer en los pocos sueños que recuerdo al despertar.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz