Se lo crean o no, me dejé llevar hacia las páginas de EL OLOR DEL SILENCIO por el corazón, por un extraño imán, por alguna clase de sortilegio, por el destino y en ellas encontré la calma. La misma que me han dado otros narradores europeos como Isak Dinesen, Baricco o Saramago, una calma placentera que sólo me da la literatura, concretamente algunas piezas de la literatura.
Me deslumbró quedarme quieta, calmada, en paz con las palabras que escribía una valenciana de nuestro tiempo, me daba confianza, serenidad, y estaba envuelta en una historia que no quería que acabase. Me alegré con sinceridad al poder encontrar sin trasladarme a los anaqueles de muchos años atrás, una historia tan bien narrada, estructurada, circular, donde nada falta ni nada sobra, de una escritora contemporánea nuestra, que vive en nuestro mismo mundo, en nuestra vieja Europa, ésta que nunca acabaremos de descubrir, de conocer y reconocer, donde siempre habrá un lugar más, para otra nueva posibilidad.
Si me acerqué a la novela no fue por la fama de su autora, ni por la faja del libro, ni por la solvencia de la colección, me acerqué porque abrí el libro y encontré palabras que acariciaban mis oídos, palabras que no perdían la belleza aunque hablasen de sentimientos duros a ratos, palabras que se transformaban en sonidos que resonaban en mi cabeza hora tras hora como una melodía, palabras que tenían una textura diferente en el paladar, palabras que no venían de otra época, palabras que pulsaban la herida de la vida, de la tierra, palabras que gozaban de un porqué, de una musicalidad, de un quejido, de una esperanza.
Si me acerqué y me quedé en la novela fue porque en ella encontré palabras que me fascinaron, una historia que me atrapó y que no me dejó marchar, si me quedé y me entregué no fue por error, sino por una gracia que me concedió el destino al encontrar una prosa que me llevaba dulcemente por el ensamblaje de la historia, de EL OLOR DEL SILENCIO.
Encontrarme con James fue una dádiva que algún Dios me concedió. James, —el protagonista de EL OLOR DEL SILENCIO—, con su pragmatismo aplastante y su sueño te arrastra desde niño hacia el centro mismo de la novela, te arrastra sin notarlo, más bien notas que te estás deslizando por unos raíles que sólo llegan a una estación, la estación de la buena literatura. Las horas que pasas con él, como he mencionado antes, son horas de calma, horas de sosiego, de paz, de reflexión, nada ni nadie enturbia esa confianza, ese sosiego al que se debe el orden del mundo para que todo sea lo correcto, lo justo, lo bueno, lo merecido que María Aixa Sanz tan brillantemente transmite. Como contrapunto a esa paz, a ese saber estar en el mundo, encontramos enfrente y enlazada a la misma historia la fragilidad de la vida reflejada en los cuerpos y las actitudes de los otros personajes y de otros lugares. La singularidad de Marcus, la libertad de Benedetta, la magnanimidad de Adreim, la ambigüedad de Saúl, la tristeza agazapada en el cuerpo de Fiona, la sombra de Blai Dalmau, consiguen apuntalar esta novela que es la historia de James, (el niño y el hombre que adora a su abuelo), una historia llena de curvas y rectas infinitas, una historia donde los pilares de los sueños y de una ilusión individual son definitivos y fuertes, donde todo vendría a resumirse en el principio de que en realidad la gente solamente está verdaderamente viva cuando por fin consigue hacer aquello que tanto anhela.
Déjense acariciar por EL OLOR DEL SILENCIO, por esta excelente historia, después, con el paso de los días, extrañarán a cada uno de los personajes, habrá valido la pena conocerlos, en las horas calmadas de estas tardes infinitas donde se recupera la infancia, los placeres, las locuras, los sueños… Déjense llevar por EL OLOR DEL SILENCIO, puesto que sé de corazón que el día en que me acerqué a ella la suerte estaba de mi lado.
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