Hablando con unos amigos de esos con los que da gusto conversar, puesto que las conversaciones tienen un poso y un argumento, y la conversación es cambio de impresiones, diálogo y no monólogo; fuimos a parar como el explorador que emprende una andanza por el valle de lo desconocido: al territorio de la infancia. Brotó de mí, ―tras escucharlos―, un pensamiento que afloró y solté sin pasarlo por ningún filtro, aunque seguidamente al desarrollarlo, comprobé que en él residía una gran verdad, y todos ellos, ―sin excepción―, acabaron opinando lo mismo que yo.
Mi reflexión fue la siguiente: El niño que se forma y se cría en armonía con su realidad, con su entorno, con el lugar donde crece; de adulto, busca siempre vivir con esa misma armonía. De igual forma que el niño que crece anhelando el entorno en el que vive uno de sus amiguitos, de adulto hará todo lo que esté en su mano para vivir tal como vivía su amiguito y si no consigue materializarlo, simulará vivir en ese entorno mediante “un quiero y no puedo”. Pero siempre, siempre, durante toda su vida, el niño que no ha crecido en armonía con su entorno, sentirá esa carencia; por el contrario, el niño que sí que ha vivido armónicamente poseerá siempre la seguridad que le otorga saber de dónde viene, es decir, siempre tendrá los pies en el suelo, disfrutando de unos valores de raíz profunda que jamás le permitirán desorientarse, puesto que si algo trasmite haber crecido en armonía con el entorno es solidez.
Yo, personalmente tuve una infancia feliz en Caótica, vivía contenta y en armonía rodeada de la madre Tierra; descalza y libre; descubriendo cada día pequeñas cosas que resultaban ser todo un mundo; paladeando la aventura a cada hora; escuchando sólo el ruido del silencio o del discurrir del agua o del efecto Doppler; abrasándome bajo el Rey Sol; saboreando el salitre; buscando tesoros; inventado juegos; adorando la compañía salvaje de la mar; divirtiéndome recorriendo los caminitos que dibujaban las hormigas; escribiendo cuentos que sucedían en las ramas de los árboles; comiendo de lo recolectado, cazado o pescado; preguntándome el por qué de toda aquella vida maravillosa que tenía lugar aun a pesar de nuestra presencia; contando cuántos segundos pasaban entre el rayo y el trueno; encendiendo cabos de vela cuando se ocultaba el sol; y jamás he ambicionado otra cosa que no fuese reproducir ese modo de vida del que se nutre la mujer que soy hoy. Y, sé que mientras esté en mi mano seguiré caminando descalza, rodeada de naturaleza, despertándome con el trino de los pájaros, y durmiéndome escuchando el valioso silencio del desierto, de las dunas, de la estepa, de la llanura o de las montañas. Y si algo añoro es no sentir más a menudo dentro de mí el efecto Doppler. A veces, me encuentro a mí misma apretando fuertemente los párpados, intentando con los ojos cerrados que nada de lo que allí tuvo lugar se me olvide; por ello y para ello, para dejar constancia como si de una muesca en la historia de la humanidad se tratase, escribí la novela CAÓTICA, para archivar en ella todo lo vivido. Por suerte, encontré hace muchos años ya, a un compañero de vida de principios sólidos cuya forma de entender la vida y de estar en el mundo es similar a la mía. Un hombre cuya autenticidad, curiosidad, honradez e integridad provienen también de la armonía con la que vivió su infancia junto a sus hermanos. Por tanto, no puedo pensar otra cosa que no sea que no hay mayor grandeza, ni mayor solidez, ni cimientos que una infancia así.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz